jueves, 7 de octubre de 2021

JUAN BENET

 

Juan Benet nace el 7 de octubre de 1927 en Madrid. La infancia la vive en Madrid, la guerra la vive en Madrid, su padre es fusilado en Madrid. Y aunque después, hacia 1937, la familia se traslada a San Sebastián, el Bachillerato también lo acabará en Madrid. Estudia en la Escuela de Ingenieros de Caminos y a finales de los años cuarenta conoce a Martín Santos, Aldecoa, Ferlosio…

 

Lector febril, aúna el conocimiento de los clásicos de la literatura con la admiración por los exploradores de la novela moderna (reconocida queda la influencia de Faulkner). Escritor ambicioso, se inicia en el teatro, destaca en la novela, investiga la literatura militar, se especializa en la música de Wagner… y además, dicen de él que era un formidable ingeniero.

 

Con una obra analizada, criticada, finalmente premiada, finalmente alabada… con un talento independiente, incisivo, irónico… con un estilo refinado, culto, críptico… se le acusa muchas veces de escritor “difícil”. Y es que cuando nos enfrentamos a la lectura de Volverás a Región, sabemos que se nos escapan páginas, que hay personajes que nos desconciertan, pero que haya obras que nos resulten extrañas no quiere decir que no formen parte de nuestra mejor biblioteca.

 

La realidad para Benet, estaba ahí fuera para profundizarla, para agrandarla, y para hacérnosla más interesante si se tenía la intención, el coraje y el talento suficientes. Novela pues, en la que la trama parece la última prioridad del escritor, no es tanto lo que va a suceder (que es bastante previsible) sino cómo afrontan los protagonistas ese acontecer. Evitando una narración lineal parece que estamos estancados en un tiempo ruin, y que además, de movernos, tirará de nosotros el pasado nefasto, haciéndonos retroceder. A pesar de presentarnos historias individuales, el espacio, la región, es común. Por lo que el drama personal es también drama colectivo.

 

Región, territorio ficticio, pobre, atrasado, escondido entre montes, en el que habitan gente encallada en la rutina, a espaldas del futuro. Y en la que aparecen los mismos males que leemos en sus coetáneos: soledad, violencia, frustración y fracaso.

 

Cuando Juan García Hortelano y Juan Benet se conocen, el primero escribirá años después del segundo: “Por entonces Benet, siendo ya un novelista minorativo, no era aún el novelista famoso que ha llegado a ser sin haber hecho una sola concesión para ganar un lector. Esta persistencia en las propias convicciones únicamente puede sostenerse en el talento literario. Es frecuente que el talento se recubra para el ordinario vivir de actitudes contra las permanentes insidias de la tontería, lo que suscita sin remedio la enemistad del gregarismo acomodaticio. Benet siempre ha llevado –y provocado- esta cruz con una lucidez barojiana, permitiendo que sea su ironía la que cargue con el pesado madero. Basta ser un modesto benetólogo para saber que esta singular personalidad del valor y el ejercicio de la amistad tienen las características más sólidas y tradicionales, más romanas”[1]

 

Destacaremos, para ser coherentes, las páginas dedicadas a la infancia, de un niño en Región, o de un niño en cualquier lugar:

 

Ella le arregló de nuevo el cuello de la camisa y le besó varias veces; le dijo que se iba de viaje a buscar a su hermano y le susurró al oído, mordiéndole el lóbulo, unas cuantas palabras maternales –oración, amor y bondad, recuerdos, lecturas y limpieza– mientras él jugaba con el dije. No fue entonces para él un momento de separación tanto como un compromiso: ya había pasado la mejor hora de la tarde y se avecinaba la espera en la cocina, jugando con las chapas en la mesa de color hueso y profundas arrugas rellenas de polvo de asperón.

-          ¿Mañana? –le preguntó, mirando el dije.

-          Pasado mañana.

 

Su madre sabía que más allá del mañana no existía en la mente del niño una noción del tiempo y que por consiguiente sería una separación llevadera, agudizada por un par de momentos, en la jornada del niño, de añoranza y cansancio. Pero el niño ha trocado su desconocimiento en temor y trata de retener el broche en su mano no para impedir la marcha de su madre sino para guardar algo de todo lo que va a ser destruido en un inmediato futuro de incertidumbre y soledad. O tal vez por eso no es capaz de retenerlo –ni de llorar– porque obediente a sus premoniciones no espera sino poder librarse de ese vínculo involuntario para poder combatir la amenaza del miedo y, en su doblez, abreviar el momento de la separación para reintegrarse a un juego con el que la soledad del niño –incapaz de hacer comparaciones, incapaz de disfrazarla– se cierra sobre él mismo, protegiéndole y abrazándole con mil ramificaciones silenciosas unidas a su tronco como un rodrigón parásito. Al cabo de los meses, echado en el suelo en un rincón del jardín jugando a las bolas –mientras del otro lado de las tapias las radios echan al aire las noticias del frente y los aires populares con letra de guerra– la vuelta de la madre se transforma poco a poco en el único síntoma de su abandono, una emanación nocturna del miedo y una ocupación del vacío producido por la retirada del jugador gemelo en las horas malvas de la tarde, por el espectro siniestro, el estigma de una condición aciaga. No sabía rezar y apenas lloraba; es posible que su propia perdición comience por el hecho de no saber otra cosa que verse a sí mismo, distraído por el solitario combate con el jugador gemelo y embriagado, por la quimérica transposición de su propia imagen a una actividad ficticia, con esa acumulación de deseos en el potencial pasado donde sitúa un reino –regido por el “yo era”, “yo estaba”, “yo tenía” y “yo llevaba” que comienza allí donde termina el de las lágrimas.

 

[…] En ese trance el niño se acostumbra de tal modo a su soledad que sólo en su seno es capaz de reconciliarse con una imagen cabal de sí mismo y necesita –a fin de robustecer y cuidar un crecimiento deforme– aborrecer las leyes del hogar: no odiará el plato de arroz o de lentejas de guerra por su sabor sino porque su presencia en la mesa ha conjurado el juego y preludia las largas horas de cama, al igual que el jugador en el ático de un casino aborrece el resplandor de la mañana en los cristales y esos primeros y entumecidos ecos de la actividad callejera; el plato sí, y los suspiros, y esa mano invisible que con gesto samaritano parece salir del mismo recóndito tabernáculo donde se guardan los secretos del dogma doméstico para depositarlo frente a él con todo el rigor del rito y la disciplina del penal. Pero él no lo sabe, lo teme: su conciencia no reconoce todavía como odio lo que una memoria ahorrativa atesora a fin de capitalizar los pequeños ingresos infantiles para el día en que tenga uso de razón; no, no va unida a ella porque aun cuando la razón demore o suspenda ese día la memoria mantiene abierta la cuenta y entrega a un alma atónita los ahorros de una edad cruel: un broche de oro y una mano con un plato de arroz amargo y las reverberaciones de un sueño en las marismas, el horror con que los dos vieron pasar, con la nariz pegada al cristal y la atención hechizada por el miedo, los desfiles y manifestaciones de la guerra civil; apenas aparece, entre los brillos de la noche y el tableteo de las armas, entre los resplandores de la batalla en la sierra y los susurros de la vieja Adela a través de las cortinas desflecadas del recibidor, el final de la guerra, la mañana de sol con todas las ventanas abiertas por primera vez en más de dos años, y los gritos de la gente, apiñada en la plaza agitando banderas y pañuelos. Sólo fue una mañana y la memoria se negó a aceptarla, tal vez porque no venía avalada con los pasos de su madre. O tal vez porque vino, disfrazada con una gabardina varonil y cubierta con un pañuelo atado a la cabeza, pero no quiso verle[2].

 

 



[1] Juan García Hortelano, “Una benetiana”, EL UROGALLO, mayo de 1987.

Interesantísima es también, la entrevista que se hacen los dos amigos en: “El valor del singular (una tarde). Conversación con Juan Benet”, EL UROGALLO, marzo de 1989.

 

 

[2] Juan Benet, Volverás a Región, pp. 7-9.

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