viernes, 14 de junio de 2019

Entre visillos CARMEN MARTÍN GAITE




ENTRE VISILLOS
CARMEN MARTÍN GAITE
Austral Editorial, Barcelona, 2012


Durante dos días ni siquiera retiré el equipaje de la consigna, tal carácter de provisionalidad había adquirido mi estancia.
Muerto Don Rafael Domínguez, desaparecía el pretexto de mi viaje, aunque la verdad es que yo mismo me daba cuenta, paseando por las calles de la ciudad, de que en el fondo nunca había pensado, ni aun antes de emprenderlo, que pudiera tener el viaje otro sentido ni objeto más que el que se estaba cumpliendo ahora, es decir, el de volver a mirar con ojos completamente distintos la ciudad en la que había vivido de niño, y pasearme otra vez por sus calles, que sólo fragmentariamente recordaba. Casi todo lo veía como cualquier turista profesional, pero de vez en cuando alguna cosa insignificante me hería los ojos de otra manera y la reconocía, se identificaba con una imagen vieja que yo guardaba en la memoria sin saberlo. Me parecía sentir entonces la mano de mi padre agarrando la mía, y me quedaba parado casi sin respiro, tan inesperada y viva era la sensación. Pág. 87


Se separó con Julia y echaron a andar por una calle que llevaba a la plaza Mayor.
-          Qué pronto se han pasado las ferias este año, ¿verdad? –dijo Goyita.
Todo lo del verano se les desmoronaba como si no lo hubieran vivido. San Sebastián, el chico mejicano. Marisol en el Casino con sus trajes diferentes acaparándose a Toluca, su amiga íntima, y a Manolo Torre. Ahora ya estaban de cara al invierno interminable. Tardes enteras yendo al corte y a clase de inglés, esperando sentada a la camilla a que Manolo viniera de la finca y se lo dijeran sus amigas, o que alguna vez la llamara por teléfono.
-          ¿Qué tal lo has pasado? –le preguntó Julia.
Ella hizo un gesto de aburrimiento. Pág. 152


La madre dijo que se acordaba perfectamente del padre de Pablo, de cuando habían vivido allí antes de la guerra; el pintor viudo le llamaba entonces la gente. Contó historias viejas que se quedaban como dibujadas en la pared. Iba siempre con el niño a todas partes, era un niño pálido, con pinta de mala salud. Se reían juntos y hablaban como si tuvieran la misma edad. A la madre, contando esas cosas de otro tiempo, le salía una voz de salmodia. Hacían cosas extravagantes. Vivían sin criada en un hotel alquilado por la Plaza de Toros. Elvira preguntó que en qué año fue todo eso y la madre echó la cuenta.
- El chico debe tener unos treinta años ahora. Vosotros erais mucho más pequeños. Papá fue a verlos. Yo le dije que me parecían gente rara… Un señor que llevaba su niño a todas partes, que se sentaba con él por las escaleras de la Catedral. Mal vestidos, gente que no se sabe a lo que viene. Ni siquiera estaba claro que la madre de aquel niño hubiese estado casada con el señor Klein y algunos decían que no se había muerto. Andaban detrás del señor para que hiciera una exposición de sus cuadros en el Casino. Pág. 162


Hablaba en un tono cordial y seguro, tan distinto del que tenía la última vez que le vi. Se lo dije.
-          No te extrañe, yo soy ciclotímico. Tan pronto estoy en lo alto como en lo bajo. Lo malo, cuando estoy tan animado como ahora es que no escribo una línea.
-          Ah, sí. Me dijiste que escribías. ¿Qué tipo de cosas escribes?
-          Poemas. Pero ahora no. También cosas de crítica. Temas sociales, sobre todo. Algún día, si quieres, puedes venir a casa y te enseñaré algo. Vivo aquí mismo.
-          Ah, muy bien. Vendré.
Miré la casa.
-          En el tercero. Sí, me gustaría que vinieras. Saber tu opinión acerca de lo que escribo. Esta temporada me he aturdido a estudiar, pero no creas; suelo tener un gran dilema entre la carrera y mis escritos. He tenido temporadas de no saber por dónde tirar, y todavía no estoy seguro, pero es que claro, chico, de la literatura, por lo menos aquí en España, es dificilísimo vivir. Pág. 176


Todo aquel edificio me recordaba un refugio de guerra, un cuartel improvisado. Hasta las alumnas me parecían soldados, casi siempre de dos en dos por los pasillos, mirando, a través del ventanal, cómo jugaban al fútbol los curitas, riéndose con una risa cazurra, comiendo perpetuos bocadillos grasientos. Tardé en diferenciar a algunas que me fueron un poco más cercanas, entre aquella masa de rostros atónitos, labrantíos, las manos en los bolsillos del abrigo, calcetines de sport. Págs. 234, 235.


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