Para Josefina Aldecoa, el término “generación” no es sólo los individuos que nacen en un mismo año sino que, deben darse simultáneamente unos hechos históricos y sociales que marquen a ese grupo humano. “La mía –nos explica- es la generación de los niños de la guerra, de nuestra guerra civil. Niños que habíamos nacido entre 1925 y 1928 o poco más y que al estallar la guerra teníamos 8, 9, 10, 11 años; la edad de la infancia consciente. En distintos pueblos y ciudades, en una zona u otra del conflicto, los niños del 36 vivimos una misma experiencia que nunca hemos olvidado y que, de un modo u otro, nos ha influido a todos”[1].
Estos niños del pasado, escritores del presente, nos han contado las historias de unas infancias en guerra y de unas adolescencias en posguerra. “Estas páginas nacen, como casi todas, de la necesidad de contar. Y nada hay más apasionante que la propia vida, nada más rico, más complejo, torturante, alegre, desesperanzador, engañoso y real. Contar la propia vida puede convertirse en un juego narcisista o plañidero, justificativo de éxitos o errores”[2]
En la escritura de unas memorias, hay siempre una búsqueda de complacencia, un deseo de estima, “contamos lo que somos, lo que hemos hecho, para que los otros nos comprendan mejor y en consecuencia nos quieran más”[3]
Pero hay otra forma de contar la propia vida. Es la narración del testigo partícipe que incrusta su vida en la de los demás y empieza a contar olvidando el yo, aludiendo sólo cuando es imprescindible al anecdotario personal. Esto es lo que yo he tratado de hacer. Mi propia vida no interesa, pero sí la vida que me ha tocado vivir, en la medida en que mi vida está integrada en la vida de una generación cronológica y al mismo tiempo de una generación literaria, la de los escritores que, surgidos entre esos niños de la guerra, fueron hombres y creadores hacia el medio siglo. Tratar de revivir los recuerdos de aquella infancia, de aquella adolescencia ha sido para mí una experiencia increíblemente rica. Hablar de esos escritores ha sido siempre una tentación. Porque yo creo que no hablamos lo suficiente de nuestro pasado y, si lo hacemos, suele ser de modo ejemplificador. Reprochamos vacíos e indiferencias a los jóvenes de ahora mismo. Nos lamentamos ante ellos de lo que nosotros no tuvimos. Pero no les contamos que, además de la privación y el miedo que pudieron presidir nuestra infancia, había muchas cosas alegres. La infancia prevalece en las condiciones más adversas. Es biológicamente activa, imaginativa, capaz de vivir cada momento y de sacar partido a lo inmediato. Por eso, aunque nos llegó demasiado pronto lo negro y triste, una guerra civil en la infancia, una guerra mundial en la adolescencia, una dictadura que vivimos durante cuarenta años, también es verdad que tuvimos cosas que nadie pudo quitarnos: el entusiasmo por las pequeñas conquistas, la libertad que nos daba el temor y la angustia de los mayores, la permanente aventura de cada día. Una pasión por descubrirlo todo, la excitante y dramática sensación de estar inmersos en el corazón de la historia[4]
Evidentemente, de todo esto no eran concientes nuestros escritores entonces, sino que su relato es producto de la reflexión y del análisis posteriores, sobre recuerdos, actitudes y conductas. Una generación que mantuvo un interés por todo lo que la rodeaba, siempre.
Nuestra infancia fue austera pero rica. Tuvimos una adolescencia y una juventud privadas de las cosas agradables de la sociedad de consumo. Pero, como no teníamos coches, paseábamos. Como no teníamos discos, charlábamos. Como no teníamos televisión, mirábamos a nuestro alrededor. Como no viajábamos al extranjero, recorríamos en trenes incómodos las tierras de España. Luchábamos por conseguir los libros que no nos dejaban leer. Leíamos el teatro que no se podía representar. Soñábamos el cine que algún día llegaríamos a ver.
Y no nos aburríamos nunca[5]
Aldecoa condensa
los primeros años 20 en unos pocos fotogramas: en España estaba la dictadura de
Primo de Rivera, en el mundo sonaba jazz y charlestón; la belle époque se percibía en la cintura baja del traje, la falda
corta, el pelo a lo garçon y en el art nouveau. Mientras, los soldados
españoles morían en Marruecos y ya, en 1926 el Plus Ultra cruzaba el Atlántico.
Para cuando en España se calmaba el Rif, se produce el crack americano en 1929
y aquí, Unamuno es desterrado. Un año después cae Primo de Rivera y el 14 de
abril de 1931 se proclama
Pocos recuerdos directos podemos guardar los niños de mi edad de aquellos cinco años. Algunos rápidos flashes: la retirada del Crucifijo de las escuelas; la revolución de octubre del 34, los que vivíamos en zonas afectadas directamente por ella. Poco más.
Sin embargo hemos oído hablar durante toda nuestra infancia de
Ese 18 de julio es cuando, quizá, empieza para los niños de la guerra los recuerdos conscientes, los hechos históricos…
Cuando sobrevino la catástrofe, maduramos de prisa. Los mayores bajaron la guardia. Acobardados o luchadores, se vieron obligados a hacer frente a momentos angustiosos. Nuestros padres olvidaron las normas, nos dejaron vivir. Se podía salir de casa sin grandes dificultades. Se podían escuchar las conversaciones sin que nadie se fijase en nuestra presencia. Se podía ir sucio. Los estudios pasaron a un lugar perdido y lejano. Se iba y se venía sin orden ni concierto, llevado por los acontecimientos. Se aprendía que la guerra, nuestra guerra, era una guerra de buenos y malos, como se pretende que sean todas las guerras, y nos aferrábamos fuertemente a los buenos que nuestros padres patrocinaban. Se podía llorar de miedo y reír de miedo. Se olvidaba la hora de ir a la cama, la hora de levantarse. Se comía lo que aparecía sobre la mesa, a cualquier hora. Se habían roto las rutinas internas de la vida familiar. Se habían abierto las puertas de la calle anárquica y variopinta. La gente huía, moría, amaba, odiaba, sufría, luchaba por sobrevivir. Porque nosotros éramos la retaguardia. La vida familiar desvió su atención del orden doméstico para fijarla en lo que sucedía en la calle. Y los niños salieron de sus protegidos rincones y se sintieron libres e independientes entre los miedos y las ruinas.
Pero la guerra era también temer por los mayores. Saber que un amigo ha perdido a su padre. La guerra es, a veces, perder al propio padre. La guerra es: “Corre, baja, no llores, las ventanas, cerrad las ventanas, Dios mío, no nos vencerán, venceremos, no hay pan, no llores, no hables, los aviones, ¿dónde te has metido?, ¿dónde os habéis metido?, ¿dónde están los niños?”.
Los niños siempre estábamos en otra parte, los niños vagábamos por las calles. Recogíamos cascos de balas, atesorábamos trozos de metralla, explorábamos ruinas humeantes. ¿Dónde están los niños?
Los niños merodeaban por los cuarteles, pedían chuscos a los soldados, hacían largas colas para conseguir patatas[7]
Cuando en octubre empiezan las clases, se podía o no se podía ir al Instituto. Lo importante eran las manifestaciones, las concentraciones, las sirenas, las detenciones, las banderas, los cantos… las zonas. La roja y la blanca.
La infancia en una u otra zona matiza la experiencia personal. Pero hay comunes denominadores que nos afectan a todos. Los que se derivan del hecho de la guerra en sí misma y del hecho de ser niños. Los bombardeos y el miedo; las persecuciones y las cárceles, cuando la ideología de los padres no coincidía con la de la zona en que se vivía. Las familias bruscamente separadas por el verano, atrapadas en una u otra parte. La movilización de los jóvenes, la escasez, los refugios, los muertos, los que tenían que esconderse, los parientes que se ignoraban o se odiaban. Los amigos que se ayudaban, los que venían buscando ayuda. Todo eso en general, era común, era el resultado de una trágica situación que se extendía por toda España[8]
Y el 1 de abril de 1939 la guerra había terminado. La infancia había terminado.
Con la posguerra los niños de la guerra inauguramos nuestra adolescencia.
En la posguerra no había zonas. Al menos no había zonas visibles. Estaba la única de los vencedores, que extendía su manto plomizo sobre España y una zona negra, subterránea, de calabozos y escondites, en la que habitaban los vencidos. Para nosotros, niños, la guerra había sido excitante, terrible, anárquica. La posguerra fue el comienzo de una sórdida y larga represión. Los reajustes familiares fueron duros. El reencuentro de las familias separadas, la reestructuración de la vida doméstica se iban asumiendo con lentitud. Muchos habían perdido sus trabajos, sus casas, sus enseres en una u otra zona. Había pueblos arrasados, poca comida, racionamientos, mercado negro, tristeza, preocupación por el futuro del mundo[9]
Finalmente, el 1
de septiembre de 1939 empezaba
Estábamos muy solos. Una gran plancha gris aplastaba nuestro país. Todo era neutro, apagado, conformista. Había peligro en la estridencia, la disconformidad, la disonancia. España era el mejor de todos los mundos. De más allá de los Pirineos se prohibieron hasta los nombres. El Café París pasó a ser Café Imperio, los Hoteles Internacionales se quedaron en Nacionales. Y había que seguir viviendo. Lenta, cansinamente, a un ritmo ordenado y metódico. Muy metódico y muy ordenado. Como una reacción quizá desesperada, quizá necesaria para poder sobrevivir, los padres se volvieron exigentes: hay que estudiar, hay que trabajar, hay que estar en casa, hay que obedecer, hay que obedecer, hay que obedecer. La disciplina, la privación, la censura de todo lo que hacíamos iba a estar presente en nuestra adolescencia en contraste con la forzosa libertad de los años de la guerra. Las costumbres se volvieron timoratas. A las nueve en casa. Adónde vas. Con quién has estado. Las notas. Castigado. Las notas[10]
Con respecto a la formación literaria de estos futuros escritores una vez abandonadas las novelas de aventuras de la infancia, fue un proceso autodidacta y aprovechando muy diferentes circunstancias en cada caso. El exilio de los grandes: Salinas, Alberti, Sender, Ayala, Aub… la muerte de los grandes: Lorca, Machado, Unamuno, Hernández… El retiro de los grandes: Baroja, Azorín… y por supuesto, higienizadas las bibliotecas de todas aquellas grandes obras que pudieran considerarse perniciosas para las generaciones venideras, dificultaban sus formaciones.
A pesar de las dificultades, los libros se conseguían.
Nuestros maestros inmediatos fueron los escritores de la generación del 98, nuestros queridos viejos, algunos de los cuales vivían aún y a los que más adelante llegaríamos a conocer personalmente. Su amor a España, la visión preocupada de nuestros problemas, que sus obras reflejaban, unido al aislamiento del exterior en que vivíamos, despertó en nosotros, en la gente de mi edad, el deseo de viajar por el país, de conocerlos palmo a palmo, de comprobar por nosotros mismos las realidades apenas descubiertas. Respetábamos a nuestros viejos, los admirábamos, eran nuestro único nexo con el pasado inmediatamente anterior, truncado por la guerra. Por otra parte la novela europea del XIX, francesa, inglesa, rusa, el teatro y la poesía españoles (especialmente la generación del 27) y el teatro y la poesía europeos; los clásicos que caían dentro de la esfera escolar. Leíamos.
Y así, entre descubrimientos y dudas, entre amores platónicos y clases de
latín y matemáticas, entre prohibiciones y escaseces, entre la alegría de los
diecisiete años y la incertidumbre del futuro, llegamos al final del
Bachillerato, al examen de Estado,
Pienso que pocos se atreverían a confesar su deseo de convertirse en escritores. Los padres no estaban dispuestos a apoyar planes inútiles. No se podía perder el tiempo. Había que prepararse para la lucha por la vida, que era dura y se adivinaba oscura e incierta. La clase media soñaba con títulos universitarios para sus hijos[11]
En 1942 y en 1945 aparecen dos libros de dos jóvenes en los que la generación se reconoce: La familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela y Nada de Carmen Laforet, que gana el Premio Nadal. Y además, irrumpe la literatura europea y norteamericana.
Pero sobre todo y por encima de todo estaba la avidez por acceder a lo que fuera de España se hacía. De aquí y de allá íbamos consiguiendo libros: el existencialismo francés, Sastre, Camus, Simone de Beauvoir, la novela italiana, Pavese, Pratolini, la generación perdida americana: Hemingway, Faulkner, Scott Fitzgerald y los americanos más jóvenes, estrictos contemporáneos nuestros: Carson McCullers, Truman Capote (traducido por primera vez en Revista Española), etc.
Muchos de estos libros los conseguimos –en Madrid- en
Fueron años difíciles y
A finales de los cuarenta, los futuros escritores del medio siglo empezaron a romper su propio hielo. Las revistas universitarias, controladas y editadas por el SEU, acogieron los primeros artículos, cuentos y poemas de los compañeros de mi generación. Los niños de la guerra querían contar sus historias[12]
[1] Josefina Rodríguez Aldecoa, Los niños de la guerra, Ed. Anaya, Madrid, 1983, p. 9.
[2] Op., cit., p. 9.
[3] Op., cit., p. 10.
[4] Op., cit., p. 11.
[5] Op., cit., p. 11.
[6] Op., cit., p. 12.
[7] Op., cit., pp. 12, 13.
[8] Op., cit., p. 13.
[9] Op., cit., p. 16.
[10] Op., cit., p. 17.
[11] Op., cit., p. 19.
[12] Op., cit., p. 21.
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