lunes, 5 de abril de 2021

Una antología: EL GRUPO POÉTICO DE LOS AÑOS 50

 



 

Juan García Hortelano acaba de publicar una antología de la poesía de los años cincuenta –reseñaba en una entrevista Rosa María Pereda- es decir, “de la que viene a ser su generación. Este hombre, que tiene esa bondad natural de excepción en el mundillo de las letras, y esa cultura inteligente, a veces demasiado lúcida, pero que matiza con raro sentido del humor”[1]. Nuestro autor responde, además, que no cree haberse equivocado en los nombres de los diez poetas elegidos; que a la editorial le pareció divertido “que un novelista se metiera a antólogo de poesía”[2]; que es “un libro de combate, por una estética muy determinada, y tal vez insuficientemente valorada. No es un libro de todos los libros aparecidos, ni de todos los poetas, no es un catálogo ni una lista de reyes godos. Se trata de la definición de un grupo poético involuntario, que se mueve entre la tentación social y la búsqueda formal”[3]; que de alguna manera, es un antología hecha por un lector, es decir, “se trata de poetas cuya obra conozco paso a paso, algunos hasta me han ido contando su obra poema a poema, y además son gente de mi tiempo. Por eso, cuando cuento en el prólogo ese aire del tiempo que tienen los poetas -que para mí es en realidad lo que les une- estoy hablando de alguna manera, de mi aire y de mi tiempo. Estoy hablando de mí mismo”[4].

 

Con respecto al prólogo referido, se abre con un poema de Luis Cernuda:

 

En el poeta la espiritualidad completa maquinaria

De sutil precisión y exquisito manejo

Requiere entendimiento, y no tan sólo

En quienes al poeta se aproximan

Sino también en quien detenta a aquélla.

 

Y a continuación, nos propone detenernos en una fotografía imaginaria:

 

Miremos, durante unos instantes, una fotografía que no existe. Está tomada en el patio de un colegio o quizá, a media tarde, en un prado, en la pausa de una jira campestre. De los diez niños que se han agrupado frente al objetivo, el mayor tiene once años de edad y el más joven apenas hace dos años que ha nacido; tres de ellos han cumplido los diez años; dos, los ocho; otros dos, los siete; y el noveno en orden cronológico, los cuatro. Es probable que todos, excepto dos, vistan pantalón corto, incluso el mayorcito, pero también los más pequeños (a quienes no parece temerario suponer aún analfabetos). La pareja que luce sus primeros pantalones largos van uniformados de almirantitos, porque acaban de hacer la primera comunión. Bastará considerar las carencias de todo tipo que a estos mocitos les están reservadas, para profetizar que pocos de ellos conseguirán vestir bombachos, aquella prenda tan ansiada, por su elegancia, en la época. No será la única de las renuncias que se les impondrán. Por lo pronto y aunque lo ignoran, se encuentran en el umbral de un paraíso. Habrán de pasar lustros, quizá sólo tres años, para que descubran que vivieron en el infierno. Y es que, a partir del día en que esta foto fue tomada, a los diez niños que en ella aparecen (con el expectante anhelo que adoptan los niños ante la cámara) les va a suceder todo, para, tres años más tarde, vivir sin que les vuelva a suceder nada nuevo. En el reverso, la fotografía está fechada: 1936[5].

 

Con respecto al tema de la infancia, se exponen algunas ideas que a nosotros nos parecen importantes. Por muy imprecisas consecuencias que suela proporcionar la excavación en la infancia de un escritor –dice García Hortelano- esta búsqueda no se soslaya con facilidad al tratarse de escritores que vivieron su infancia durante una guerra civil de inolvidable ferocidad[6]; “averiguar si la infancia fue un paraíso o un infierno importa menos que el método de conocimiento que nos guíe por los infernales paraísos de la infancia. De todos los métodos de conocimiento sobre la materia, como suele ocurrir en materia de conocimiento, la poesía ofrece tanta certeza como el más certero y, encima, orienta hacia la zona de lo inefable. Purificada la nostalgia, cribada la narración, sofrenado el discurso, ordenada la evocación, higienizado el sentimiento, resucitada la música, sólo encontraremos el poema (el talento poético) como forma plausible de recreación del tiempo ido”[7]; en el momento del estallido de la guerra civil, “ninguno de estos diez poetas en embrión, a pesar de la irracionalidad ambiente, cuenta con suficiente edad para marchar a las trincheras. En una guerra (como en un amor) se participa desde diversas posiciones; los niños, al igual que las mujeres, desde la retaguardia. Dicho de otra manera, en la retaguardia crece la influencia femenina sobre el entorno infantil”[8]. Nadie puede fechar con precisión el día en que dejó de ser niño –concluye García Hortelano- salvo aquellos niños cuya infancia les haya sido arrebatada por la guerra. “Lo que algunos hombres nunca conocen o lo van conociendo al ritmo parsimonioso de la experiencia individual, a los niños de la retaguardia se les impone con la inmediatez y prontitud de las catástrofes colectivas. La primera víctima de la guerra es la infancia. Abolida la infancia, en un país de adultos estremecidos por una locura senil, los niños, matriculados en un cursillo acelerado de vida, se licenciarán pronto en esa deformidad teratológica, causa de espanto e irrisión, denominada precocidad”[9]. Los precoces niños de la retaguardia comienzan a vivir en la excepción y “súbitamente conocerán el hambre, el frío, el miedo y la libertad. Por mucho que luego su país cambie y que cambien ellos al inexorable paso del tiempo (que todo lo pisotea), esa tetralogía apocalíptica se habrá superpuesto al recuerdo de los años tranquilos”[10]. Finalmente, con la imposición de la paz, “a la infancia le será impuesto brutal y colectivamente el retorno a la normalidad, a la idolatría. Pero lo mismo que el niño precoz no será jamás un adolescente como los otros, estos niños hambrientos, friolentos, acobardados, jubilosamente libres, ya nunca más arrojarán todo el lastre de la excepcionalidad. Lo sorprendente, lo milagroso para decirlo con rigor, es que no acaben en la idiocia, en la esterilidad y en la tristeza, que la especie reserva a sus miembros crecidos a destiempo”[11].

 

Estábamos, señores, en provincias

o en la periferia, como dicen,

incomprensiblemente desnacidos.

 

Señores escleróticos,

ancianas tías lúgubres,

guardias municipales y banderas.

Los niños con globitos colorados,

pantalones azules

y viernes sacrosantos

de piadoso susurro.

 

Andábamos con nuestros

papás.

Pasaban trenes

cargados de soldados a la guerra.

Gritos de excomunión.

Escapularios.

Enormes moros, asombrosos moros

llenos de pantalones y de dientes.

Y aquel vertiginoso

color del tiovivo y de los víctores.

 

Estábamos remotos

chupando caramelos,

con tantas estampitas y retratos

y tanto ir y venir y tanta cólera,

tanta predicación y tantos muertos

y tanta sorda infancia irremediable[12]

 

A los versos de Valente, se unirán los de Carlos Barral, Francisco Brines, José Manuel Caballero Bonald, Alfonso Costafreda, Jaime Gil de Biedma, Ángel González, José Agustín Goytisolo, Claudio Rodríguez y José María Valverde, que “contra viento, marea y moda, ha creado una obra articulada sobre la idea religiosa, de religiosidad católica estricta en determinados poemas”[13]:

 

En los balcones de mi infancia

Me iba contando un largo cuento.

Si tanto sé que nunca he visto,

Es que en su luz lo he descubierto[14]

 

¿Encontramos alguna consecuencia de aquella hiperfemineidad a la que supusimos expuestos a los niños de la guerra civil? – nos pregunta García Hortelano-. ¿Es asunto la madre en estos poemas? Lo es sin duda en El retorno, uno de los más jugosos libros de José Agustín Goytisolo, en bastantes poemas de Ángel González, en algunos de Claudio Rodríguez, y más veladamente, como figura al fondo del tiempo pasado, la figura de la madre se adivina en otros; en Jaime Gil de Biedma incluso esta figura llega a ser realmente adivinada, al imaginarse el poeta haber estado, en el lugar que evoca, ya concebido y aún no nacido. El asunto se expresa en muy diversos tonos, pero suele, naturalmente, aparecer conectado con la rememoración de la infancia[15]:

 

“Yo fui un mísero afligido desde mi mocedad,

siempre lleno de espanto, lleno de tristeza…”

(Salm., 88, 16)

 

Cuando yo era pequeño

Estaba siempre triste,

Y mi padre decía,

Mirándome y moviendo

La cabeza: hijo mío,

No sirves para nada.

 

Después me fui al colegio

Con pan y con adioses,

Pero me acompañaba

La tristeza. El maestro

Graznó: pequeño niño,

No sirves para nada.

 

Vino, luego, la guerra,

La muerte –yo la vi-

Y cuando hubo pasado

Y todos la olvidaron,

Yo, triste, seguí oyendo:

No sirves para nada.

 

Y cuando me pusieron

Los pantalones largos,

La tristeza en seguida

Cambió de pantalones.

Mis amigos dijeron:

No sirves para nada.

 

En la calle, en las aulas,

Odiando y aprendiendo

La injusticia y sus leyes,

Me perseguía siempre

La triste cantinela:

No sirves para nada.

 

De tristeza en tristeza

Caí por los peldaños

De la vida. y un día,

La muchacha que amo,

Me dijo, y era alegre:

No sirves para nada.

 

Ahora vivo con ella,

Voy limpio y bien peinado,

Tenemos una niña,

A la que, a veces, digo,

También con alegría:

No sirves para nada[16]

 

Unido también a las infancias, “la descripción paisajística (la tierra en Claudio Rodríguez, el mar en Brines y en Barral, las ciudades de Goytisolo o de Ángel González, los monumentos de Valverde) reelabora, por ejemplo, los cánones naturalistas (o los parodia) para, con frecuencia, secretamente, cuestionar el antropomorfismo romántica”[17]:

 

Un niño,

debajo de las nubes radiantes,

contempla el mar.

Entre las secas cañas de los huertos

yo detengo mis pasos.

 

Miro, con turbada inquietud,

el cansado oleaje de las aguas,

la soledad del niño.

 

El desolado instante me hace daño;

y al caminar, de nuevo,

siento adversa la vida y alejada[18]

 

El trabajo reductivo se ha ejercido sobre una materia coherente –afirma García Hortelano-. “De las muchas posibilidades de elección, las diez finalmente escogidas corresponden a una decena de obras poéticas ya constituidas. Hasta la más breve, la de Alfonso Costafreda, es una obra hecha; la muerte cortó una obra suficiente, que no se puede calificar de inacabada y cuya peculiaridad de crecimiento estuvo en consonancia con un concepto depurado de la poesía”[19]:

 

Opongo

a toda la retórica y vacía

y humillante

poesía

hispánica actual,

la obra viva, aún más viva ahora

de un gran poeta catalán destruido.

 

Fuera el primero

o el segundo fuera

a descubrir, saber o decidir

que hacía falta

humildad y valor

no orgullo o cobardía.

 

Fue el último,

penúltimo o quien fuera

en desdeñar artes y sortilegios

cuando la carne falta y Ella.

 

Fueron pretextos en realidad,

la libertad, la tentación vencieron

el terror y el instinto[20]

 

Un tratamiento especial parece que piden los poetas restantes, a los que Juan García Hortelano demostró aprecio intelectual y personal: Barral, Gil de Biedma, Ángel González y Claudio Rodríguez.

 

Donde florecen los geranios

cultos en los bidones de albayalde…[21]

 

Lo frecuente en nuestra cultura es que la figura extraordinaria, el fenómeno, sea un fenómeno de incultura, una figura de barraca de feria incrustada en el común panorama cultural –escribe Juan García Hortelano-. “Carlos Barral constituye una radical excepción a esta regla, uno de los escasos fenómenos cultos que indican más solidez en una cultura de la que palpa nuestro secular pesimismo”[22]. Y tras reconocerle todas las habilidades literarias y subrayando su esencia poética, García Hortelano continúa:

 

Quienes estábamos ya habituados a que este poeta fuese un narrador oral tan excelente como Jaime Gil de Biedma nos vimos sorprendidos hace unos diez años cuando, con la publicación del primer tomo de sus Memorias, demostró ser un narrador fascinante, un novelista, profesión que ahora evidencia el tercer tomo de su memoria de memorioso portentoso. Mi incurable adolescencia admiró siempre al navegante y hombre de mar que es Carlos, como uno admira a un personaje de Conrad, pero con la ventaja de que navegar en su barco por la costa de Tarragona pone más sal en la boca que (¡ay!) la literatura inmortal[23].

 

Porque conocía el nombre de los peces,

aun de los más raros,

y el de los caladeros, y las señas

de las lejanas rocas submarinas,

me dejaban revolver en las cestas,

tocarlos uno a uno, sopesarlos,

y comentaban conmigo abiertamente

las sutiles cuestiones del oficio.

Porque entendía de nudos y de velas

y del modo de armar los aparejos,

me llevaban en ellos muchas veces;

me regalaban el quehacer de un hombre.

Sentía con orgullo

enrojecérsele las manos la contacto del cáñamo,

impregnarme

un fuerte hedor a brea y a pescado.

Sabía casi todo de aquella vida simple,

de aquel azar diario y primitivo.

Sólo que aquella ciencia era lujosa.

No supieron contarme

o no pude entender cómo era aquello

en los días peores, las amargas

semanas de paciencia,

cuando el viento del norte

roe las entrañas y se harta de pupila

de escudriñar los cielos,

en los días confusos,

cuando el mar de borrosos contornos

es sólo como un cascote de vidrio

semienterrado en el fango,

un desagradable incidente o una trampa

para los que pasan corriendo

ciegos bajo la lluvia[24]

 

“Y todavía en la alta noche, solo, con el vaso en la mano, cuando pienso en mi vida, otra vez más sans faire du bruit tus músicas suenan en la memoria, como una despedida: parece que fue ayer y algo ha cambiado”[25]

 

Quizá la amistad de Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma –escribe Juan García Hortelano- duraba ya tres lustros, cuando yo les conocí en la primavera de 1959.

 

Las diferencias y las afinidades, ya era patente entonces, estaban determinadas por la mutua influencia. Dotados ambos de una personalidad muy definida, que ambos cultivaban sin tregua ni disimulo, ninguno obstaculizaba los influjos que del otro recibía. Por el contrario, se complacían es ese lujo de la amistad que es la aceptación de algunas ideas y maneras del otro. El espíritu crítico y la ironía, de los que Jaime y Carlos nunca anduvieron escasos, hacían imposible cualquier sombra de sumisión y totalmente impensable la envidia, ni siquiera la noble emulación, ese subproducto de la envidia entre escritores más briosos que lucidos[26].

 

Cuenta cómo esta amistad ha quedado documentada a través de cartas y diarios, pero “que el mejor espectáculo fueron siempre ellos mismos, incansablemente cómplices en las discrepancias, en los proyectos, el trabajo, los fracasos y las satisfacciones. Estos dos partidarios de la felicidad ejercieron la inteligencia y la generosidad día a día, y por medio muchas noches con la esperanza de que no amaneciera tan pronto como entonces amanecía”[27]. Y subraya con ironía: “Jaime Gil y Carlos Barral, poetas más o menos sociales en alguna etapa de su vida, nunca dejaron de ser personas fundamentalmente sociales”[28].

 

La investigación crítica dispone de material suficiente para continuar estudiando la curiosa comunicación que permanentemente se establecía entre Gil de Biedma y Barral durante la escritura de sus poemas respectivos. Al igual que otros amigos, puedo atestiguar el singular fenómeno por experiencia personal. Los dos, tan distintos poetas, fueron poetas de lentísima elaboración, cuidadosos hasta la neurosis y profundamente conscientes de la naturaleza de su trabajo. Se explicaban entre sí, y nos exponían a los amigos comunes, el proceso creador con minucia y precisión, con la amenidad y la fabulación suficientes para que pudiera saltar la liebre del hallazgo durante el relato oral de la experiencia creadora. Intuitivos e imaginativos, ambos sometían la inspiración a cuarentena, y transmutaban, cada uno a su manera, la experiencia real, cuidadosos de que, al menos, ellos, o unos pocos, rastrearan en el verso definitivo el aroma original de la vivencia.

 

Y con respecto al tema que más nos ocupa en estas páginas, queremos rescatar uno de los más bellos poemas –a nuestro parecer- que Jaime Gil de Biedma enmarcaba en la infancia y dedicada a Juan Goytisolo:

 

Cuando yo era más joven

(bueno, en realidad, será mejor decir

muy joven)

algunos años antes

de conoceros y

recién llegado a la ciudad,

a menudo pensaba en la vida.

Mi familia

era bastante rica y yo estudiante.

 

Mi infancia eran recuerdos de una casa

con escuela y despensa y llave en el ropero,

de cuando las familias

acomodadas,

como su nombre indica,

veraneaban infinitamente

en Villa Estefanía o en La Torre

del Mirador

y más allá continuaba el mundo

con senderos de grava y cenadores

rústicos, decorado de hortensias pomposas,

todo ligeramente egoísta y caduco.

Yo nací (perdonadme)

en la edad de la pérgola y el tenis.

 

La vida, sin embargo, tenía extraños límites

y lo que es más extraño: una cierta tendencia

retráctil.

Se contaban historias penosas,

inexplicables sucedidos

dónde no se sabía, caras tristes,

sótanos fríos como templos.

 

Algo sordo

perduraba a lo lejos

y era posible, lo decían en casa,

quedarse ciego de un escalofrío.

 

De mi pequeño reino afortunado

me quedó esta costumbre de calor

y una imposible propensión al mito[29]

 

Eminentes filólogos e ilustrados lingüistas –advertía Juan García Hortelano- están a punto de conseguir el refrendo académico para la siguiente acepción de la voz “ángel” en el diccionario de marras: “Angelgonzalez (del bable, “Angelín”): Espíritu celeste, del coro de los años cincuenta, creado por los dioses para servicio y gloria de la Poesía, fomento de la Música y gozo de la Amistad. Úsase también como interjección admirativa o placentera”[30]. Nuestro escritor, con la misma sorna, confiesa haber conocido al poeta hacia 1955 y que, “de inmediato, como a ambos nos gusta recordar, sufrimos una recíproca y profunda antipatía. ¿Cuánto duró? Ninguno de los dos lo recordamos. Aunque treinta años después, versado ya en la caracterología del aparecido, tengo la sospecha de que fue Ángel quien, en un rapto de imaginación, decidió que tampoco estaba yo enteramente desposeído de virtudes”[31]. En resumen, escribe con admiración del amigo, le dota “de pudor más que de vanidad”, piensa que “lo prodigioso es que él sea uno de los más grandes poetas de nuestro tiempo y una de las personas más fieles a su ideología”, que su talento y su fidelidad están por encima “de sus artes de hechizamiento”, que a veces, cuando le echa de menos “por puro placer o por simple necesidad, mientras él está viendo arder la nieve en un desierto de Nuevo México, me recito algún poema suyo, y me alegra o me ayuda. De Ángel lo molesto es saberle lejos”[32].

 

Y de nuevo encontramos antologados, aquella infancia y aquel frío:

 

El invierno

de lunas anchas y pequeños días

está sobre nosotros. Hace tiempo

yo era niño y nevaba mucho,

mucho. Lo recuerdo

viendo a la tierra negra que reposa,

apenas por el hielo

de un charco iluminada.

Es increíble: pero todo esto

que hoy es tierra dormida bajo el frío,

será mañana, bajo el viento,

trigo.

Y rojas

amapolas. Y sarmientos…

 

Sin esperanza:

la tierra de Castilla está esperando

-crecen los ríos-

con convencimiento[33]

 

Finalmente, cuando a Claudio Rodríguez le otorgan el Premio Nacional de poesía, su amigo le dedicaba las siguientes palabras:

 

Sus lectores, sus amigos, sus conocidos ocasionales, hasta sus discípulos (puesto que dicen que pasó el tiempo) podemos tener la absoluta tranquilidad de que el Premio Nacional de Poesía ni va a cambiar a Claudio, ni por asomo a uno solo de sus endecasílabos. Es muy zamorano, muy madrileño, muy inglés de Cambridge para que el honor recibido le distraiga, le embarulle o le encandile[34]

 

Y continuaba reseñando más la amistad que la obra:

 

Es un gran poeta. Además, no conozco a nadie que no quiera a Claudio y, aunque yo elijo bien las amistades, incluso conozco a alguno que, por ejemplo, a mí no me quiere. Por eso, lo menos congruente de ese premio es que sea nacional, siendo el poeta personaje apreciado universalmente como personaje y universalmente reconocido como poeta[35]

 

Tal vez no haya mejor manera de despedir este capítulo que con su “Oda a la niñez”:

 

Y nos lo quitarán todo

menos estas

botas de siete leguas.

Aquí, aquí, bien calzadas

en nuestros sosos pies de paso corto.

Aquí, aquí, estos zapatos

diarios, los de la ventana

del seis de enero.

Y nos lo quitarán todo

menos el traje sucio

de comunión, éste, el de siempre, el puesto.

Lo de entonces fue sueño. Fue una edad. Lo de ahora

no es presente o pasado,

ni siquiera futuro: es el origen.

Esta es la única hacienda

del hombre. Y cuando estamos

llegando y ya la lluvia

zozobra en nubes rápidas y se hunde

por estos arrabales

trémula de estertores luminosos,

bajamos la cabeza

y damos gracias sin saber qué es ello,

qué es lo que pasa, quién a sus maneras

nos hace, qué herrería,

qué inmortal fundición es ésta. Y nadie,

nada hay que nos aleje

de nuestro oficio de felicidad

sin distancia ni tiempo.

Es el momento ahora

en el que, quién lo diría, alto, ciego, renace

el sol primaveral de la inocencia,

ya sin ocaso sobre nuestra tierra[36]

 

Como apuntaba nuestro autor, desde el principio de esta antología, “forzados a ser jóvenes mientras viviera el dictador, las gentes de los cincuenta alcanzan su madurez a una edad impropia y, en virtud de la ley cronológica de la caída acelerada de los años, acumulan, como quien despierta demasiado tarde y en miércoles, las evaporaciones de los sueños y las inquietudes de la premura”[37].

 

 



[1] Rosa María Pereda, “He hecho lo posible y lo imposible por ser poeta”, EL PAÍS, 21-4-1978

[2] Art., cit.

[3] Art., cit.

[4] Art., cit.

[5] Juan García Hortelano, prólogo, El grupo poético de los años 50 (Una antología), Ed. Santillana, Madrid, 1992, pp. 7, 8.

[6] Op., cit., p. 8.

[7] Op., cit., p. 9.

[8] Op., cit., p. 10.

[9] Op., cit., p. 11.

[10] Op., cit., p. 11.

[11] Op., cit., p. 12.

[12] José Ángel Valente, “Tiempo de guerra”, op., cit., pp. 204, 205.

[13] Op., cit., p. 27.

[14] José María Valverde, “Bendición de la lluvia”, op., cit., p. 107.

[15] Op., cit., p. 28.

[16] José Agustín Goytisolo, “Autobiografía”, op., cit., pp. 153, 154.

[17] Op., cit., p. 32.

[18] Francisco Brines, “Niño en el mar”, op., cit., pp. 230, 231.

[19] Op., cit., p. 39.

[20] Alfonso Costafreda, “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, op., cit., p. 96.

[21] Versos de Carlos Barral utilizados como cita por Juan García Hortelano en Mary Tribune, op., cit., p. 461.

[22] Juan García Hortelano, “La sexta de Barral”, EL PAÍS, noviembre de 1983.

[23] Art., cit.

[24] Carlos Barral, “Hombre en el mar”, op. cit., pp. 135, 136.

[25] Fragmento de Jaime Gil De Biedma utilizado como cita por Juan García Hortelano en Mary Tribune, op., cit., p. 107.

[26] Juan García Hortelano, “Dos amigos”, REVISTA DE OCCIDENTE, julio de 1990.

[27] Art., cit.

[28] Art., cit.

[29] Jaime Gil de Biedma, “Infancia y confesiones”, op., cit, pp. 175, 176.

[30] Juan García Hortelano, “Casuística angelológica”, Homenaje a Ángel Gonzáles, LUNA DE ABAJO, 1985.

[31] Art., cit.

[32] Art., cit.

[33] Ángel Gonzáles, “El invierno”, op., cit., p. 49.

[34] Juan García Hortelano, “Claudio o el acierto”, EL PAÍS, noviembre de 1983.

[35] Art., cit.

[36] Claudio Rodríguez, “Oda a la niñez”, op., cit., pp. 257, 258.

[37] Juan García Hortelano, “Las consecuencias de la inteligencia”, EL PAÍS, diciembre de 1989.

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