Juan García Hortelano acaba de publicar una antología de la poesía de los años cincuenta –reseñaba en una entrevista Rosa María Pereda- es decir, “de la que viene a ser su generación. Este hombre, que tiene esa bondad natural de excepción en el mundillo de las letras, y esa cultura inteligente, a veces demasiado lúcida, pero que matiza con raro sentido del humor”[1]. Nuestro autor responde, además, que no cree haberse equivocado en los nombres de los diez poetas elegidos; que a la editorial le pareció divertido “que un novelista se metiera a antólogo de poesía”[2]; que es “un libro de combate, por una estética muy determinada, y tal vez insuficientemente valorada. No es un libro de todos los libros aparecidos, ni de todos los poetas, no es un catálogo ni una lista de reyes godos. Se trata de la definición de un grupo poético involuntario, que se mueve entre la tentación social y la búsqueda formal”[3]; que de alguna manera, es un antología hecha por un lector, es decir, “se trata de poetas cuya obra conozco paso a paso, algunos hasta me han ido contando su obra poema a poema, y además son gente de mi tiempo. Por eso, cuando cuento en el prólogo ese aire del tiempo que tienen los poetas -que para mí es en realidad lo que les une- estoy hablando de alguna manera, de mi aire y de mi tiempo. Estoy hablando de mí mismo”[4].
Con respecto al prólogo referido, se abre con un poema de Luis Cernuda:
En el poeta la espiritualidad completa
maquinaria
De sutil precisión y exquisito manejo
Requiere entendimiento, y no tan sólo
En quienes al poeta se aproximan
Sino también en quien detenta a aquélla.
Y a continuación, nos propone detenernos en una fotografía imaginaria:
Miremos, durante unos instantes, una fotografía que no existe. Está tomada en el patio de un colegio o quizá, a media tarde, en un prado, en la pausa de una jira campestre. De los diez niños que se han agrupado frente al objetivo, el mayor tiene once años de edad y el más joven apenas hace dos años que ha nacido; tres de ellos han cumplido los diez años; dos, los ocho; otros dos, los siete; y el noveno en orden cronológico, los cuatro. Es probable que todos, excepto dos, vistan pantalón corto, incluso el mayorcito, pero también los más pequeños (a quienes no parece temerario suponer aún analfabetos). La pareja que luce sus primeros pantalones largos van uniformados de almirantitos, porque acaban de hacer la primera comunión. Bastará considerar las carencias de todo tipo que a estos mocitos les están reservadas, para profetizar que pocos de ellos conseguirán vestir bombachos, aquella prenda tan ansiada, por su elegancia, en la época. No será la única de las renuncias que se les impondrán. Por lo pronto y aunque lo ignoran, se encuentran en el umbral de un paraíso. Habrán de pasar lustros, quizá sólo tres años, para que descubran que vivieron en el infierno. Y es que, a partir del día en que esta foto fue tomada, a los diez niños que en ella aparecen (con el expectante anhelo que adoptan los niños ante la cámara) les va a suceder todo, para, tres años más tarde, vivir sin que les vuelva a suceder nada nuevo. En el reverso, la fotografía está fechada: 1936[5].
Con respecto al tema de la infancia, se exponen algunas ideas que a nosotros nos parecen importantes. Por muy imprecisas consecuencias que suela proporcionar la excavación en la infancia de un escritor –dice García Hortelano- esta búsqueda no se soslaya con facilidad al tratarse de escritores que vivieron su infancia durante una guerra civil de inolvidable ferocidad[6]; “averiguar si la infancia fue un paraíso o un infierno importa menos que el método de conocimiento que nos guíe por los infernales paraísos de la infancia. De todos los métodos de conocimiento sobre la materia, como suele ocurrir en materia de conocimiento, la poesía ofrece tanta certeza como el más certero y, encima, orienta hacia la zona de lo inefable. Purificada la nostalgia, cribada la narración, sofrenado el discurso, ordenada la evocación, higienizado el sentimiento, resucitada la música, sólo encontraremos el poema (el talento poético) como forma plausible de recreación del tiempo ido”[7]; en el momento del estallido de la guerra civil, “ninguno de estos diez poetas en embrión, a pesar de la irracionalidad ambiente, cuenta con suficiente edad para marchar a las trincheras. En una guerra (como en un amor) se participa desde diversas posiciones; los niños, al igual que las mujeres, desde la retaguardia. Dicho de otra manera, en la retaguardia crece la influencia femenina sobre el entorno infantil”[8]. Nadie puede fechar con precisión el día en que dejó de ser niño –concluye García Hortelano- salvo aquellos niños cuya infancia les haya sido arrebatada por la guerra. “Lo que algunos hombres nunca conocen o lo van conociendo al ritmo parsimonioso de la experiencia individual, a los niños de la retaguardia se les impone con la inmediatez y prontitud de las catástrofes colectivas. La primera víctima de la guerra es la infancia. Abolida la infancia, en un país de adultos estremecidos por una locura senil, los niños, matriculados en un cursillo acelerado de vida, se licenciarán pronto en esa deformidad teratológica, causa de espanto e irrisión, denominada precocidad”[9]. Los precoces niños de la retaguardia comienzan a vivir en la excepción y “súbitamente conocerán el hambre, el frío, el miedo y la libertad. Por mucho que luego su país cambie y que cambien ellos al inexorable paso del tiempo (que todo lo pisotea), esa tetralogía apocalíptica se habrá superpuesto al recuerdo de los años tranquilos”[10]. Finalmente, con la imposición de la paz, “a la infancia le será impuesto brutal y colectivamente el retorno a la normalidad, a la idolatría. Pero lo mismo que el niño precoz no será jamás un adolescente como los otros, estos niños hambrientos, friolentos, acobardados, jubilosamente libres, ya nunca más arrojarán todo el lastre de la excepcionalidad. Lo sorprendente, lo milagroso para decirlo con rigor, es que no acaben en la idiocia, en la esterilidad y en la tristeza, que la especie reserva a sus miembros crecidos a destiempo”[11].
Estábamos,
señores, en provincias
o
en la periferia, como dicen,
incomprensiblemente
desnacidos.
Señores
escleróticos,
ancianas
tías lúgubres,
guardias
municipales y banderas.
Los
niños con globitos colorados,
pantalones
azules
y
viernes sacrosantos
de
piadoso susurro.
Andábamos
con nuestros
papás.
Pasaban
trenes
cargados
de soldados a la guerra.
Gritos
de excomunión.
Escapularios.
Enormes
moros, asombrosos moros
llenos
de pantalones y de dientes.
Y
aquel vertiginoso
color
del tiovivo y de los víctores.
Estábamos
remotos
chupando
caramelos,
con
tantas estampitas y retratos
y
tanto ir y venir y tanta cólera,
tanta
predicación y tantos muertos
y tanta sorda infancia irremediable[12]
A los versos de Valente, se unirán los de Carlos Barral, Francisco Brines, José Manuel Caballero Bonald, Alfonso Costafreda, Jaime Gil de Biedma, Ángel González, José Agustín Goytisolo, Claudio Rodríguez y José María Valverde, que “contra viento, marea y moda, ha creado una obra articulada sobre la idea religiosa, de religiosidad católica estricta en determinados poemas”[13]:
En
los balcones de mi infancia
Me
iba contando un largo cuento.
Si
tanto sé que nunca he visto,
Es
que en su luz lo he descubierto[14]
¿Encontramos
alguna consecuencia de aquella hiperfemineidad a la que supusimos expuestos a
los niños de la guerra civil? – nos pregunta García Hortelano-. ¿Es asunto la madre
en estos poemas? Lo es sin duda en El
retorno, uno de los más jugosos libros de José Agustín Goytisolo, en
bastantes poemas de Ángel González, en algunos de Claudio Rodríguez, y más
veladamente, como figura al fondo del tiempo pasado, la figura de la madre se
adivina en otros; en Jaime Gil de Biedma incluso esta figura llega a ser
realmente adivinada, al imaginarse el poeta haber estado, en el lugar que
evoca, ya concebido y aún no nacido. El asunto se expresa en muy diversos
tonos, pero suele, naturalmente, aparecer conectado con la rememoración de la
infancia[15]:
“Yo
fui un mísero afligido desde mi mocedad,
siempre
lleno de espanto, lleno de tristeza…”
(Salm.,
88, 16)
Cuando
yo era pequeño
Estaba
siempre triste,
Y
mi padre decía,
Mirándome
y moviendo
La
cabeza: hijo mío,
No
sirves para nada.
Después
me fui al colegio
Con
pan y con adioses,
Pero
me acompañaba
La
tristeza. El maestro
Graznó:
pequeño niño,
No
sirves para nada.
Vino,
luego, la guerra,
La
muerte –yo la vi-
Y
cuando hubo pasado
Y
todos la olvidaron,
Yo,
triste, seguí oyendo:
No
sirves para nada.
Y
cuando me pusieron
Los
pantalones largos,
La
tristeza en seguida
Cambió
de pantalones.
Mis
amigos dijeron:
No
sirves para nada.
En
la calle, en las aulas,
Odiando
y aprendiendo
La
injusticia y sus leyes,
Me
perseguía siempre
La
triste cantinela:
No
sirves para nada.
De
tristeza en tristeza
Caí
por los peldaños
De
la vida. y un día,
La
muchacha que amo,
Me
dijo, y era alegre:
No
sirves para nada.
Ahora
vivo con ella,
Voy
limpio y bien peinado,
Tenemos
una niña,
A
la que, a veces, digo,
También
con alegría:
No
sirves para nada[16]
Unido también a las infancias, “la descripción paisajística (la tierra en Claudio Rodríguez, el mar en Brines y en Barral, las ciudades de Goytisolo o de Ángel González, los monumentos de Valverde) reelabora, por ejemplo, los cánones naturalistas (o los parodia) para, con frecuencia, secretamente, cuestionar el antropomorfismo romántica”[17]:
Un
niño,
debajo
de las nubes radiantes,
contempla
el mar.
Entre
las secas cañas de los huertos
yo
detengo mis pasos.
Miro,
con turbada inquietud,
el
cansado oleaje de las aguas,
la
soledad del niño.
El
desolado instante me hace daño;
y
al caminar, de nuevo,
siento
adversa la vida y alejada[18]
El trabajo reductivo se ha ejercido sobre una materia coherente –afirma García Hortelano-. “De las muchas posibilidades de elección, las diez finalmente escogidas corresponden a una decena de obras poéticas ya constituidas. Hasta la más breve, la de Alfonso Costafreda, es una obra hecha; la muerte cortó una obra suficiente, que no se puede calificar de inacabada y cuya peculiaridad de crecimiento estuvo en consonancia con un concepto depurado de la poesía”[19]:
Opongo
a
toda la retórica y vacía
y
humillante
poesía
hispánica
actual,
la
obra viva, aún más viva ahora
de
un gran poeta catalán destruido.
Fuera
el primero
o
el segundo fuera
a
descubrir, saber o decidir
que
hacía falta
humildad
y valor
no
orgullo o cobardía.
Fue
el último,
penúltimo
o quien fuera
en
desdeñar artes y sortilegios
cuando
la carne falta y Ella.
Fueron
pretextos en realidad,
la
libertad, la tentación vencieron
el
terror y el instinto[20]
Un tratamiento especial parece que piden los poetas restantes, a los que Juan García Hortelano demostró aprecio intelectual y personal: Barral, Gil de Biedma, Ángel González y Claudio Rodríguez.
Donde florecen los geranios
cultos en los bidones de albayalde…[21]
Lo frecuente en nuestra cultura es que la figura extraordinaria, el fenómeno, sea un fenómeno de incultura, una figura de barraca de feria incrustada en el común panorama cultural –escribe Juan García Hortelano-. “Carlos Barral constituye una radical excepción a esta regla, uno de los escasos fenómenos cultos que indican más solidez en una cultura de la que palpa nuestro secular pesimismo”[22]. Y tras reconocerle todas las habilidades literarias y subrayando su esencia poética, García Hortelano continúa:
Quienes estábamos ya habituados a que este poeta fuese un narrador oral tan excelente como Jaime Gil de Biedma nos vimos sorprendidos hace unos diez años cuando, con la publicación del primer tomo de sus Memorias, demostró ser un narrador fascinante, un novelista, profesión que ahora evidencia el tercer tomo de su memoria de memorioso portentoso. Mi incurable adolescencia admiró siempre al navegante y hombre de mar que es Carlos, como uno admira a un personaje de Conrad, pero con la ventaja de que navegar en su barco por la costa de Tarragona pone más sal en la boca que (¡ay!) la literatura inmortal[23].
Porque
conocía el nombre de los peces,
aun
de los más raros,
y
el de los caladeros, y las señas
de
las lejanas rocas submarinas,
me
dejaban revolver en las cestas,
tocarlos
uno a uno, sopesarlos,
y
comentaban conmigo abiertamente
las
sutiles cuestiones del oficio.
Porque
entendía de nudos y de velas
y
del modo de armar los aparejos,
me
llevaban en ellos muchas veces;
me
regalaban el quehacer de un hombre.
Sentía
con orgullo
enrojecérsele
las manos la contacto del cáñamo,
impregnarme
un
fuerte hedor a brea y a pescado.
Sabía
casi todo de aquella vida simple,
de
aquel azar diario y primitivo.
Sólo
que aquella ciencia era lujosa.
No
supieron contarme
o
no pude entender cómo era aquello
en
los días peores, las amargas
semanas
de paciencia,
cuando
el viento del norte
roe
las entrañas y se harta de pupila
de
escudriñar los cielos,
en
los días confusos,
cuando
el mar de borrosos contornos
es
sólo como un cascote de vidrio
semienterrado
en el fango,
un
desagradable incidente o una trampa
para
los que pasan corriendo
ciegos
bajo la lluvia[24]
“Y todavía en la alta noche, solo, con el vaso en la mano, cuando pienso en mi vida, otra vez más sans faire du bruit tus músicas suenan en la memoria, como una despedida: parece que fue ayer y algo ha cambiado”[25]
Quizá la amistad de Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma –escribe Juan García Hortelano- duraba ya tres lustros, cuando yo les conocí en la primavera de 1959.
Las diferencias y las afinidades, ya era patente entonces, estaban determinadas por la mutua influencia. Dotados ambos de una personalidad muy definida, que ambos cultivaban sin tregua ni disimulo, ninguno obstaculizaba los influjos que del otro recibía. Por el contrario, se complacían es ese lujo de la amistad que es la aceptación de algunas ideas y maneras del otro. El espíritu crítico y la ironía, de los que Jaime y Carlos nunca anduvieron escasos, hacían imposible cualquier sombra de sumisión y totalmente impensable la envidia, ni siquiera la noble emulación, ese subproducto de la envidia entre escritores más briosos que lucidos[26].
Cuenta cómo esta amistad ha quedado documentada a través de cartas y diarios, pero “que el mejor espectáculo fueron siempre ellos mismos, incansablemente cómplices en las discrepancias, en los proyectos, el trabajo, los fracasos y las satisfacciones. Estos dos partidarios de la felicidad ejercieron la inteligencia y la generosidad día a día, y por medio muchas noches con la esperanza de que no amaneciera tan pronto como entonces amanecía”[27]. Y subraya con ironía: “Jaime Gil y Carlos Barral, poetas más o menos sociales en alguna etapa de su vida, nunca dejaron de ser personas fundamentalmente sociales”[28].
La investigación crítica dispone de material suficiente para continuar estudiando la curiosa comunicación que permanentemente se establecía entre Gil de Biedma y Barral durante la escritura de sus poemas respectivos. Al igual que otros amigos, puedo atestiguar el singular fenómeno por experiencia personal. Los dos, tan distintos poetas, fueron poetas de lentísima elaboración, cuidadosos hasta la neurosis y profundamente conscientes de la naturaleza de su trabajo. Se explicaban entre sí, y nos exponían a los amigos comunes, el proceso creador con minucia y precisión, con la amenidad y la fabulación suficientes para que pudiera saltar la liebre del hallazgo durante el relato oral de la experiencia creadora. Intuitivos e imaginativos, ambos sometían la inspiración a cuarentena, y transmutaban, cada uno a su manera, la experiencia real, cuidadosos de que, al menos, ellos, o unos pocos, rastrearan en el verso definitivo el aroma original de la vivencia.
Y con respecto al tema que más nos ocupa en estas páginas, queremos rescatar uno de los más bellos poemas –a nuestro parecer- que Jaime Gil de Biedma enmarcaba en la infancia y dedicada a Juan Goytisolo:
Cuando
yo era más joven
(bueno,
en realidad, será mejor decir
muy
joven)
algunos
años antes
de
conoceros y
recién
llegado a la ciudad,
a
menudo pensaba en la vida.
Mi
familia
era
bastante rica y yo estudiante.
Mi
infancia eran recuerdos de una casa
con
escuela y despensa y llave en el ropero,
de
cuando las familias
acomodadas,
como
su nombre indica,
veraneaban
infinitamente
en
Villa Estefanía o en La Torre
del
Mirador
y
más allá continuaba el mundo
con
senderos de grava y cenadores
rústicos,
decorado de hortensias pomposas,
todo
ligeramente egoísta y caduco.
Yo
nací (perdonadme)
en
la edad de la pérgola y el tenis.
La
vida, sin embargo, tenía extraños límites
y
lo que es más extraño: una cierta tendencia
retráctil.
Se
contaban historias penosas,
inexplicables
sucedidos
dónde
no se sabía, caras tristes,
sótanos
fríos como templos.
Algo
sordo
perduraba
a lo lejos
y
era posible, lo decían en casa,
quedarse
ciego de un escalofrío.
De
mi pequeño reino afortunado
me
quedó esta costumbre de calor
y
una imposible propensión al mito[29]
Eminentes filólogos e ilustrados lingüistas –advertía Juan García Hortelano- están a punto de conseguir el refrendo académico para la siguiente acepción de la voz “ángel” en el diccionario de marras: “Angelgonzalez (del bable, “Angelín”): Espíritu celeste, del coro de los años cincuenta, creado por los dioses para servicio y gloria de la Poesía, fomento de la Música y gozo de la Amistad. Úsase también como interjección admirativa o placentera”[30]. Nuestro escritor, con la misma sorna, confiesa haber conocido al poeta hacia 1955 y que, “de inmediato, como a ambos nos gusta recordar, sufrimos una recíproca y profunda antipatía. ¿Cuánto duró? Ninguno de los dos lo recordamos. Aunque treinta años después, versado ya en la caracterología del aparecido, tengo la sospecha de que fue Ángel quien, en un rapto de imaginación, decidió que tampoco estaba yo enteramente desposeído de virtudes”[31]. En resumen, escribe con admiración del amigo, le dota “de pudor más que de vanidad”, piensa que “lo prodigioso es que él sea uno de los más grandes poetas de nuestro tiempo y una de las personas más fieles a su ideología”, que su talento y su fidelidad están por encima “de sus artes de hechizamiento”, que a veces, cuando le echa de menos “por puro placer o por simple necesidad, mientras él está viendo arder la nieve en un desierto de Nuevo México, me recito algún poema suyo, y me alegra o me ayuda. De Ángel lo molesto es saberle lejos”[32].
Y de nuevo encontramos antologados, aquella infancia y aquel frío:
El
invierno
de
lunas anchas y pequeños días
está
sobre nosotros. Hace tiempo
yo
era niño y nevaba mucho,
mucho.
Lo recuerdo
viendo
a la tierra negra que reposa,
apenas
por el hielo
de
un charco iluminada.
Es
increíble: pero todo esto
que
hoy es tierra dormida bajo el frío,
será
mañana, bajo el viento,
trigo.
Y
rojas
amapolas.
Y sarmientos…
Sin
esperanza:
la
tierra de Castilla está esperando
-crecen
los ríos-
con
convencimiento[33]
Finalmente, cuando a Claudio Rodríguez le otorgan el Premio Nacional de poesía, su amigo le dedicaba las siguientes palabras:
Sus lectores, sus amigos, sus conocidos ocasionales, hasta sus discípulos (puesto que dicen que pasó el tiempo) podemos tener la absoluta tranquilidad de que el Premio Nacional de Poesía ni va a cambiar a Claudio, ni por asomo a uno solo de sus endecasílabos. Es muy zamorano, muy madrileño, muy inglés de Cambridge para que el honor recibido le distraiga, le embarulle o le encandile[34]
Y continuaba reseñando más la amistad que la obra:
Es un gran poeta. Además, no conozco a nadie que no quiera a Claudio y, aunque yo elijo bien las amistades, incluso conozco a alguno que, por ejemplo, a mí no me quiere. Por eso, lo menos congruente de ese premio es que sea nacional, siendo el poeta personaje apreciado universalmente como personaje y universalmente reconocido como poeta[35]
Tal vez no haya mejor manera de despedir este capítulo que con su “Oda a la niñez”:
Y
nos lo quitarán todo
menos
estas
botas
de siete leguas.
Aquí,
aquí, bien calzadas
en
nuestros sosos pies de paso corto.
Aquí,
aquí, estos zapatos
diarios,
los de la ventana
del
seis de enero.
Y
nos lo quitarán todo
menos
el traje sucio
de
comunión, éste, el de siempre, el puesto.
Lo
de entonces fue sueño. Fue una edad. Lo de ahora
no
es presente o pasado,
ni
siquiera futuro: es el origen.
Esta
es la única hacienda
del
hombre. Y cuando estamos
llegando
y ya la lluvia
zozobra
en nubes rápidas y se hunde
por
estos arrabales
trémula
de estertores luminosos,
bajamos
la cabeza
y
damos gracias sin saber qué es ello,
qué
es lo que pasa, quién a sus maneras
nos
hace, qué herrería,
qué
inmortal fundición es ésta. Y nadie,
nada
hay que nos aleje
de
nuestro oficio de felicidad
sin
distancia ni tiempo.
Es
el momento ahora
en
el que, quién lo diría, alto, ciego, renace
el
sol primaveral de la inocencia,
ya
sin ocaso sobre nuestra tierra[36]
Como apuntaba nuestro autor, desde el principio de esta antología, “forzados a ser jóvenes mientras viviera el dictador, las gentes de los cincuenta alcanzan su madurez a una edad impropia y, en virtud de la ley cronológica de la caída acelerada de los años, acumulan, como quien despierta demasiado tarde y en miércoles, las evaporaciones de los sueños y las inquietudes de la premura”[37].
[1] Rosa María Pereda, “He hecho lo posible y lo imposible por ser poeta”, EL PAÍS, 21-4-1978
[2] Art., cit.
[3] Art., cit.
[4] Art., cit.
[5] Juan García Hortelano, prólogo, El grupo poético de los años 50 (Una antología), Ed. Santillana, Madrid, 1992, pp. 7, 8.
[6] Op., cit., p. 8.
[7] Op., cit., p. 9.
[8] Op., cit., p. 10.
[9] Op., cit., p. 11.
[10] Op., cit., p. 11.
[11] Op., cit., p. 12.
[12] José Ángel Valente, “Tiempo de guerra”, op., cit., pp. 204, 205.
[13] Op., cit., p. 27.
[14] José María Valverde, “Bendición de la lluvia”, op., cit., p. 107.
[15] Op., cit., p. 28.
[16] José Agustín Goytisolo, “Autobiografía”, op., cit., pp. 153, 154.
[17] Op., cit., p. 32.
[18] Francisco Brines, “Niño en el mar”, op., cit., pp. 230, 231.
[19] Op., cit., p. 39.
[20] Alfonso Costafreda, “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, op., cit., p. 96.
[21] Versos de Carlos Barral utilizados como cita por Juan García Hortelano en Mary Tribune, op., cit., p. 461.
[22] Juan García Hortelano, “La sexta de Barral”, EL PAÍS, noviembre de 1983.
[23] Art., cit.
[24] Carlos Barral, “Hombre en el mar”, op. cit., pp. 135, 136.
[25] Fragmento de Jaime Gil De Biedma utilizado como cita por Juan García Hortelano en Mary Tribune, op., cit., p. 107.
[26] Juan García Hortelano, “Dos amigos”, REVISTA DE OCCIDENTE, julio de 1990.
[27] Art., cit.
[28] Art., cit.
[29] Jaime Gil de Biedma, “Infancia y confesiones”, op., cit, pp. 175, 176.
[30] Juan García Hortelano, “Casuística angelológica”, Homenaje a Ángel Gonzáles, LUNA DE ABAJO, 1985.
[31] Art., cit.
[32] Art., cit.
[33] Ángel Gonzáles, “El invierno”, op., cit., p. 49.
[34] Juan García Hortelano, “Claudio o el acierto”, EL PAÍS, noviembre de 1983.
[35] Art., cit.
[36] Claudio Rodríguez, “Oda a la niñez”, op., cit., pp. 257, 258.
[37] Juan García Hortelano, “Las consecuencias de la inteligencia”, EL PAÍS, diciembre de 1989.
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