Rafael Azcona nace el 24 de octubre de 1926 en Logroño. Pronto se dará cuenta que no iba a ser escritor de provincia y su poema, “Domingo ciudadano”, ya nos trae el eco de novelas como Entre visillos de Carmen Martín Gaite o de películas como Calle mayor de Juan Antonio Barden.
La ciudad bajo el cielo del domingo
ofrece un horizonte de corbatas,
de aburridos soldados sin dinero,
de tenorios con ropas perfumadas,
de mozuelos que fuman a escondidas,
de floridos vestidos de muchacha,
de familias varadas en los bancos,
de ambulantes fotógrafos en guardia,
de parejas que empiezan a ser novios…[1]
Llegará a Madrid en 1950 y empieza a pasearse por tabernas y cafés literarios, conoce a poetas y artistas, y él mismo va tomando cierta sensibilidad literaria. Comienza a colaborar en la revista La codorniz creando a uno de sus personajes más populares, el repelente niño Vicente. Pero su evolución como creador le lleva del humor a tonos más amargos. Ya en sus primeras novelas (Pobre, paralítico y muerto y Los Ilusos) nos entrega un punto de vista crítico y realista, y en 1960 con Los europeos se reafirma como un escritor consciente de su cometido: enfrentar al lector (o espectador) a la vida por muy desagradable que ésta sea. Y lo hará, como veremos, con un personalísimo uso del humor.
Los europeos es una novela basada en los diálogos, que ocupan hasta el 85 por 100 del texto según el detallado análisis de Miguel Ángel Muro. Una proporción similar a la de Nuevas Amistades, de Juan García Hortelano. No es una casualidad, sino el resultado de una voluntad estilística común y propia del objetivismo narrativo perseguido por los jóvenes novelistas de la época. El narrador casi desaparece del texto, aunque siga manejando los hilos del relato para mostrar una serie de hechos sin una condena o aprobación expresas. Dibuja una realidad que, sin comprometerle de modo directo, es percibida por el lector, cuyo papel había sido reivindicado poco antes por José María Castellet. Intenta captar las conversaciones con fidelidad, de modo escueto y sin comentarios interpretativos del autor. Recrea así un estilo sobrio, objetivista y documental, como un antídoto contra el tono exaltado y emocional al que tanto recurría el lenguaje oficial u oficioso de la época[2]
De su significativo encuentro con el director Marco Ferreri[3] nacen las primeras adaptaciones y el escritor empieza a aclimatarse poco a poco al mundo del cine, un mundo que le llama y le llena de éxitos. Directores españoles como Berlanga o Saura e italianos como Ferreri llevarán los guiones azconianos a las pantallas. Conoceremos así su obra, pero detalles de su vida, nos dará pocos:
Los certámenes internacionales premian sus películas, la popularidad le
persigue y él la huye, anacoreta permanente. Incluso en el momento en que se le
concede el Premio Nacional de Cinematografía 1981, nadie consigue de él una
entrevista, una fotografía, una declaración. En
El problema es que vida y obra se mezclan y se nutren, y nuestro autor vio que tenía delante de sus ojos los personajes más estrafalarios para crear su mundo de ficción. Una ficción fruto de su atenta y selectiva observación a la que dará la justa deformación. “Como novelista y, después, guionista, Rafael Azcona encuentra rasgos o detalles capaces de sugerir aquello que nunca explicita de manera que pueda caer en la obviedad. El análisis de algunas de sus novelas nos lleva a reflexiones donde aparecen temas trascendentales: la soledad, la incomunicación, el egoísmo, la falsa ilusión, el autoengaño, la crueldad… Nunca son conceptos abstractos, sino sensaciones percibidas en un plano vital”[5].
Como decíamos, el encuentro con Marco Ferreri no solo supuso una amistad personal que duraría hasta la muerte del director italiano sino la redefinición de un tono, de un estilo, de un discurso. En 1958 realizarían El pisito y en 1960 El cochecito; dos adaptaciones de los textos de Azcona; dos ejemplos de nuevas sendas en el panorama literario y cinematográfico. Con el apoyo de la crítica, con el empuje de algunos premios internacionales, la pareja se convirtió en símbolo de renovación. Apostaban por el realismo, sí, pero menos pragmático, sin afán de polémica ni de imperativo.
El realismo de Rafael Azcona también es la manifestación de una inquietud, más vital que política, que comparte con su grupo generacional. Tras un “quindenio negro”, donde cualquier resistencia estaba condenada a ser silenciosa, estos jóvenes autores empiezan a indagar sobre su propia realidad desde diferentes perspectivas. La suya poco tendrá que ver con la programática de los más ideologizados, que derivarán hacia el realismo social, cuyo problemático contenido apenas tendrá presencia en sus novelas. Tampoco se someterá siempre a los límites de un neorrealismo literario poco atento a los tipos y ambientes que le interesaban, tan identificables como a menudo estrafalarios. No le atrae demasiado la grisácea experiencia de las excursiones domingueras de un grupo de dependientes y horteras madrileños, como los protagonistas de El Jarama (1955), de Rafael Sánchez Ferlosio. Tampoco la frivolidad estúpida e insulsa de los jóvenes de la burguesía madrileña que aparecen en Nuevas amistades (1960), de Juan García Hortelano. Rafael Azcona busca otro tipo de personajes y ambientes, menos representativos tal vez desde un punto de vista sociológico, pero que también iluminan una época de contrastes donde lo estrafalario forma parte de una realidad histórica concreta[6]
La edición[7] de la novela que hemos consultado y que traemos a estas páginas ha sido corregida en diferentes ocasiones por el autor: 1957, 1961, 1997… y la tercera parece la definitiva. La idea de El pisito surge –o eso confesó su autor- de una noticia acaecida en Barcelona. Es una novela de protagonistas desgastados, vencidos, amargados, impotentes, estancados…
Por ella deambulan seres desnortados como Rodolfo y Petrita, que consumen su amor a la espera de heredar la condición de inquilinos de una vieja casa de La Corredera Alta. Y con ellos otros sujetos de un Madrid absurdo y estrafalario, donde la cotidianeidad estaba marcada por objetivos básicos, y obsesivos, como comer y buscar un alojamiento; la otra cara de la realidad, ajena al incipiente desarrollismo que vendría con los planes de estabilización y anclada en unas miserias cuya contemplación hacen de El pisito un duro testimonio de la época[8]
Azcona nos ofrece un
texto preciso, un tono eficaz, un humor singularísimo, logrando una narración
fluida camino ya del guión. “Nunca
es un humor gratuito, ligero e intrascendente, como el impulsado por los
autores del 27. Tampoco es el codornicesco de sus primeros relatos, donde el
absurdo supone un planteamiento forzado que lo disloca todo. En la madurez
creativa de Rafael Azcona, el humor tiene una base realista compartida con la
crueldad, forma parte de una misma experiencia donde resulta difícil separar
elementos en apariencia distantes”[9].
Ante la patética historia de Rodolfo y Petrita solo podemos sentir compasión y tristeza, porque “Rafael Azcona no degrada a sus personajes. Tal vez porque en su entorno no observó motivos o porque nunca dejó de retratar sus debilidades, desvaríos y gesticulaciones, con esa mirada entrañable y comprensiva de quien se siente distante pero no alejado”[10]. Como en el resto de narrativas, Azcona pobló de pobres sus textos, personajes que “no son ni mejores ni peores. Tampoco son culpables. En una narrativa sin héroes ni personajes ejemplares no caben estas definiciones. Están atrapados por sus circunstancias y actúan según les va. Al margen de cualquier dimensión moral”[11].
El casero habitaba en un monumental edificio de aquel barrio venido a menos. Los atlantes que sostenían los miradores de la fachada tenían un inmenso aire de fatiga y algún desconchón que otro, pero no por eso dejaron de intimidar a la pareja, que entró en el enorme portal mirando hacia arriba, hacia el altísimo techo decorado con un fresco floral en el que una gotera había favorecido la aparición de unas manchas de musgo. El vozarrón de un portero de guardapolvo, en zapatillas de paño y con medio kilo de algodón hidrófilo en un ojo asustó a los visitantes; el hombre, tras interrogarlos con la severidad de un fiscal, les autorizó a tomar un ascensor que por su tamaño, sus maderas y su decoración recordaba a un confesionario; la verdad es que para serlo le sobraba el espejo y le faltaba el reclinatorio.
- Pero, ojo, bajar, me bajan ustedes por la escalera.
Mientras ascendían lenta y majestuosamente, Petrita retocó ante el espejo su flequillo y se abrió el abrigo para remeterse en el sostén la masa de sus senos; mirando más allá del azogue Rodolfo la vio con la imaginación, catorce años atrás, en aquella pradera de la Casa de Campo, cuando al rompérsele un tirante del sostén en un lance del balonvolea, Petrita se sacó la prenda por debajo de la camisa azul, se la arrojó a su entrenadora y siguió a lo suyo con los pechos tan firmes y tan tiesos como antes del percance. Y más saltarines, porque ¡cómo saltaban! Y Rodolfo recordó que, aparte de enamorarse en el acto de aquella rubita de ojos verdes uva y labios de cereza afiliada a la Sección Femenina, a punto estuvo de hacerse de la Falange[12].
En
Por eso la historia de El pisito, como casi todas, no acabará bien. Sus protagonistas están destinados al fracaso y ni aun consiguiendo su objetivo, el precio a pagar es tal que vuelve a dejarlos atrapados en otra realidad, igual de triste.
Nada de cine y nada de café, esta tarde nos vamos a ir a bailar –le espetó Petrita cuando apareció, muy peinada y perfumada, en el portal de la casa en la que ya trabajaba como niñera.
- ¿A bailar? –repitió Rodolfo, como si acabara de proponerle purgarse con aceite de ricino.
- Me han hablado de un sitio que está muy bien: Las cuevas de Sésamo, se llama. Dicen que es una buat, como esas de París.
De jovencito Rodolfo se había asomado a un tugurio que pretendía ser academia de baile: en realidad, más que aprender a bailar, de lo que se trataba era de refregar un poco sus partes bajas con las de las profesoras: el aspirante a bailarín adquiría unos tikes, escogía pareja, le daba un tike a la escogida y durante dos o tres minutos y a los sones de una gangosa música de gramola sacaba lo que podía de los obligados contactos físicos; naturalmente, no aprendió a bailar, y aunque en los comienzos de su relación con Petrita frecuentaron el Salamanca desistieron en seguida, un poco por los pisotones y mucho más porque Petrita se apartaba apenas sentía en la entrepierna la excitación de Rodolfo. Y ahora que no me excitaría ni aunque se dejara, ¿vamos a bailar?, se preguntó a sí mismo. Y consciente y avergonzado de la grosería del planteamiento, lo enmascaró con el pretexto de su incapacidad:
- Es que a mí eso de bailar… Acuérdate cuando íbamos al Salamanca y te machacaba los pies.
- No seas soso. Lo vamos a pasar estupendamente. Aunque sólo sea por la novedad. Además, no hay que pagar entrada.
Con el pitillo colgando del labio inferior, un ojo guiñado para evitar el humo, un vaso sobre el piano y el aire de estar improvisando lo que tocaba, el pianista pretendía asemejarse a un personaje de película. Petrita pidió una cocacola y Rodolfo un coñac, e instalados en dos banquetas demasiado bajas, y por tanto incomodísimas, pasearon la mirada por los muros encalados y plagados de pinturas y de versos:
- Cosas de los existencialistas –contestó Petrita, al parecer enteradísima de los usos y costumbres del local.
- Pero aquí no lleva nadie barba –observó Rodolfo, desparramando la mirada por las parejas de gente joven abrazadas en la reducidísima pista.
- No. Los existencialistas vienen por la noche. Son todos artistas y poetas y cuando se emborrachan llenan las paredes con lo primero que se les ocurre. Me lo ha explicado la doncella de la señora, que viene mucho.
- Ah.
En su afán de vivir una tarde memorable Petrita mezcló su cocacola con el coñac de Rodolfo y repartió el brebaje:
- Chinchín.
Y tras el brindis, le explicó a Rodolfo lo bien que se encontraba en su nuevo empleo: la señora era buenísima, los niños muy ricos y el señor un hombre de negocios; comer se comía estupendamente y Petrita dormía en una cama para ella sola en una habitación que compartía únicamente con la doncella, una chica de un pueblo de Toledo, muy simpática ella; lo único malo era que la obligaban a llevar uniforme de niñera y eso a Petrita le daba vergüenza porque la fin y al cabo una niñera –una nurse, que decía la señora- no dejaba de ser criada. Bueno, ¿bailaban o no bailaban?
- Venga.
Cuando Petrita acabó de estirarse la faja Rodolfo la enlazó, y mientras él remedaba los movimientos de las otras parejas, Petrita se dedicó a envidiarlas, tan jóvenes, tan enamoradas, las chicas con la cabeza apoyada en el pecho de los chicos, los ojos cerrados y los labios distendidos en una sonrisa de felicidad; los chicos abrazándolas contra su corazón, besándolas en las orejas, en el cuello, en las mejillas…
- ¿Qué te pasa?
Las lágrimas resbalaban por las de Petrita:
- Debimos casarnos entonces, cuando nos conocimos. Aunque hubiéramos tenido que vivir en una chabola.
Cerró los ojos, apoyó la cabeza en el pecho de Rodolfo y sollozó. Rodolfo, enternecido, la besó en la cabeza.
- También yo lo he pensado alguna vez.
- ¿De verdad? ¿Me quieres? –preguntó Petrita.
- ¿No lo ves? –respondió Rodolfo, a punto de romper a llorar también él[14]
La versión cinematográfica de 1958 que hemos visionado para cerrar estas páginas de Azcona, trasladó magistralmente a la pantalla este significativo capítulo 6 de la novela. Junto a la pareja de cuarentones interpretada por José Luis López Vázquez y Mary Carrillo, aparecen nuevos personajes como la criada o la prostituta, y se redefinen otros, como doña Martina. En el cine se habla ya de un humor negro, corrosivo, que intenta romper con el cine industrial. Con el apoyo de la crítica que deseaba esa apertura fue presentada en Cannes, en Venecia, y en Locarno fue premiada. Se trata de un film complejo, que nos muestra la trastienda de la Gran Vía; del Madrid de Edgar Neville, arnichesco, pasamos al Madrid de Cela. Difícil conjugar la miseria con el cosmopolitismo, que coexisten, por ejemplo, en la banda sonora: música de organillo y notas de jazz. Paseos nocturnos de los protagonistas por el extrarradio que nos traen escenas de Antonioni, el final de las ilusiones, la tristeza del domingo… Donde un José Luis López Vázquez perdido, desairado, tenso, avergonzado, compra aceitunas.
Encuadres vivos, con una estirpe de actores secundarios que son personaje, donde la cámara no parece existir. Planos llenos de acciones simultáneas en segundo o en tercer término, donde pasan cosas, donde se describen lugares, ejemplo de la complejidad del guión azconiano. Y con un ritmo en los diálogos que muestran el excelente oído de nuestro narrador. Situaciones serias, dramáticas… en los que se cuela el humor del punto de vista del guionista. Comedia negra al estilo del mejor Wilder. Talento escrito y visual. “Queda, pues, un testimonio actualizado, convertido en clásico por un autor que, sin pretenderlo, ha trazado una filosofía de la vida, aunque sea la de los que no la suelen tener”[15].
Escribe Josefina Aldecoa que cuando Rafael Azcona quiere ocultar algo, una emoción, se esconde tras las gafas.
Pero sus gafas son transparentes y dejan pasar con doble brillo el mensaje que él pretende ocultar. A veces refuerza el antifaz con el vidrio de una copa, que se interpone entre él y su interlocutor. Y entonces sí que Rafael se torna claro, a pesar suyo, y se entiende muy bien lo que no quiere decir.
Las gafas de Rafael –dicen- deforman el mundo. Aumentan, diminuyen, distorsionan la realidad en su entorno, para evidenciar grotescos detalles, contrastes tragicómicos. Pero las gafas son sólo eso, lentes, cuestión de foco, enfoque, diafragma. Lo que ocurre es que detrás de esas gafas hay unos ojos que tienen la capacidad literaria de radiografiar los corazones y las conductas humanas. La penetrante mirada de Rafael Azcona descubre la risa violenta al lado de la muerte ridícula, la ternura del Verdugo, el hambre del rico, la lágrima del tuerto, el patetismo de lo bello, la saña devoradora del amor instituido. Los ojos de Rafael Azcona lo han visto todo con lucidez y ha tenido que colocarse las gafas, los cristales, las lentes, para no desgarrarse al describirnos la verdad de lo que veía: las gentes de un país “pobre, paralítico y muerto”, la rabia de un país atropellado, el corazón de un disparatado país[16]
[1] Prólogo El pisito, J. A. Ríos Carratalá, p. 18.
[2] Prólogo, op., cit., p. 87.
[3] Rafael Azcona llegó a declarar que su encuentro con
Marco Ferreri, su llamada a la redacción de LA CODORNIZ para iniciar una
colaboración cinematográfica, le salvó de ser un mediocre novelista. p. 22.
[4] Josefina Aldecoa, Los niños de la guerra, op., cit., pp, 119, 120.
[5] Prólogo, op., cit., p. 31.
[6] Prólogo, op., cit., p. 26.
[7] Rafael Azcona, El pisito. Novela de amor e inquilinato. Ed. Cátedra, Madrid, 2005.
[8] Prólogo, op., cit., p. 54.
[9] Prólogo, op., cit., p. 50.
[10] Prólogo, op., cit., p. 68.
[11] Prólogo, op., cit., p. 73.
[12] Ambos viven al margen de cualquier interés político, pero ella afiliada a la Sección Femenina, una de las pocas maneras de poder practicar deporte en aquella época –anterior, tal vez, a la de los sobrios “pololos”-, y tras Petrita el pusilánime Rodolfo, que nunca habría participado en las gimnásticas “demostraciones sindicales” del 1 de mayo, parece dispuesto a afiliarse a la Falange Española y de las JONS, ya por entonces en el inicio de un ocaso político en contraste con la permanencia de los símbolos del régimen y que culminaría con la hegemonía en el poder de otras “familias” del franquismo. Casos más sorprendentes se dieron en aquellos tiempos de partido único y dictadura.
Si se quiere observar imágenes como la de Petrita jugando al balonvolea, véase Luis Otero, La Sección Femenina, Madrid, EDAF, 1999, pp. 123-129, donde comprobaremos que Petrita no hacía demasiado caso a quienes recomendaban que no se tomara el deporte como “pretexto para llevar trajes de deporte escandalosos” o para “exhibir los encantos físicos”. Op., cit., p. 130.
[13] Prólogo, op., cit., p. 79.
[14] El baile de las Cuevas de Sésamo es tal vez la escena más patética de la versión cinematográfica. Sin diálogo, el rostro de José Luis López Vázquez y, sobre todo, de Mary Carrillo expresa la profundidad del fracaso de ambos. Op., cit., p. 199.
[15] Prólogo, op., cit., p. 99.
[16] Josefina Aldecoa, Los niños de la guerra, op., cit., pp. 107, 108.
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