sábado, 17 de octubre de 2020

MIGUEL DELIBES

MIGUEL DELIBES (Valladolid, 17 de octubre de 1920) #Centenario 


Para Gonzalo Sobejano, la guerra civil española y la segunda guerra mundial motivaron un estado general de riesgo e incertidumbre, prolongado durante años de miseria y guerra fría. En ese ambiente era difícil que prosperase una literatura eminentemente artística como la que podía disfrutarse leyendo a Gabriel Miró y Azorín, a Gómez de la Serna o a Benjamín Jarnés. El ejercicio novelístico había llegado entre los vanguardistas al culto idolátrico de la imagen por la imagen, despojada ésta de connotación emocional. Dentro de la estética de la llamada “deshumanización del arte” hicieron sus primeros ensayos narrativos Francisco Ayala y Max Aub, pero pronto iban a abandonarla, y la mayor parte de su obra, realizada en el exilio, respondería a actitud muy distinta. En España tampoco tardó en surgir una literatura expresamente comprometida con el destino colectivo, reveladora de la incertidumbre, la incomunicación y el desarraigo, cuyos mejores representantes de primera hora, en la narrativa, fueron Cela, Carmen Laforet, Delibes…

 

Estos escritores, aunque muy distintos entre sí, pueden considerarse portavoces, en lo fundamental concordes, de un mismo clima histórico de postguerra. Notas compartidas serían: la escisión entre dos épocas y dos Españas; la angustia ante el destino incierto y ante la difícil comunicación de los hombres; la preocupación por la guerra en su origen, transcurso y resultados; la violencia, opresión e indecisión humanas, patentes en personajes que protagonizan situaciones de álgida tensión: vacío, náusea, culpa, sufrimiento, combate, locura, necesidad de decidir, inminencia del morir, miedo. A través de estas situaciones se quería dar fe de la condición humana de un modo concretamente personal[1].

 

Siendo esto así, encontramos que en 1966 escribía Delibes: “Hay una serie de motivos o ambientes que se reiteran en mi producción: muerte, infancia, naturaleza y prójimo”. Un par de años después precisaba esta afirmación al señalar: “En ellos se centra mi preocupación –muerte, prójimo- o mi vocación –naturaleza, infancia-.

Por lo que se refiere a la infancia, la nómina de niños que aparecen en las páginas de Delibes es extensa: Pedro y Alfredo, de La sombra del ciprés es alargada: el Mochuelo y sus amigos, el Senderines, el Nini; Quico, el protagonista de El príncipe destronado… En la presentación de la antología Mi mundo y el mundo escribía el autor: “Una vez me preguntaron por qué había tantos niños protagonistas en mis novelas. Mi respuesta fue sencilla. Para mí, el niño –dije- es un ser que encierra toda la gracia del mundo y tiene abiertas todas las posibilidades, es decir, puede serlo todo, mientras el hombre es un niño que ha perdido la gracia y ha reducido a una –el oficio que desempeña- sus posibilidades. Con esta respuesta quería dar a entender que para mí el niño, precisamente por la carga de misterio que arrastra, tiene mayor interés humano que el adulto”[2].

 

Es difícil elegir una entre todas esas infancias, pero Daniel El Mochuelo se ajusta a la perfección a nuestro modelo por lo que posee de preadolescente.

 

Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así. Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba el curso de los acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable y fatal. Después de todo, que su padre aspirara a hacer de él algo más que un quesero era un hecho que honraba a su padre. Pero por lo que a él afectaba…

Su padre entendía que esto era progresar; Daniel, el Mochuelo, no lo sabía exactamente. El que él estudiase el Bachillerato en la ciudad podía ser, a la larga, efectivamente, un progreso. Ramón, el hijo del boticario, estudiaba ya para abogado en la ciudad, y cuando les visitaba, durante las vacaciones, venía empingorotado como un pavo real y les miraba a todos por encima del hombro; incluso al salir de misa los domingos y fiestas de guardar, se permitía corregir las palabras que don José, el cura, que era un gran santo, pronunciara desde el púlpito. Si esto era progresar, el marcharse a la ciudad a iniciar el Bachillerato, constituía, sin duda, la base de este progreso.

Pero a Daniel, el Mochuelo, le bullían muchas dudas en la cabeza a este respecto. Él creía saber cuanto puede saber un hombre. Leía de corrido, escribía para entenderse y conocía y sabía aplicar las cuatro reglas. Bien mirado, pocas cosas más cabían en un cerebro normalmente desarrollado. No obstante, en la ciudad, los estudios de Bachillerato constaban, según decían, de siete años y, después los estudios superiores, en la Universidad, de otros tantos años, por lo menos. ¿Podría existir algo en el mundo cuyo conocimiento exigiera catorce años de esfuerzo, tres más de los que ahora contaba Daniel?

Seguramente, en la ciudad se pierde mucho el tiempo –pensaba el Mochuelo- y, a fin de cuentas, habrá quien, al cabo de catorce años de estudio, no acierte a distinguir un rendajo de un jilguero o una boñiga de un cagajón. La vida era así de rara, absurda y caprichosa. El caso era trabajar y afanarse en las cosas inútiles o poco prácticas[3]

 

Es así cómo la experiencia personal y la creación literaria aparecen fuertemente imbricadas en la obra de Miguel Delibes, que no ha dudado en confesar que toda novela tiene algo de autobiográfico y que traslada a sus personajes los problemas y las angustias que le atosigan. Conocer algunos datos de la biografía puede ayudar a entender su obra, su insistencia en ciertos temas, los escenarios preferidos de sus relatos.

a)      Los veranos de la infancia en Molledo (Cantabria) están recogidos en El camino (1950) donde hay muchos recuerdos y anécdotas infantiles y se refleja el paisaje inconfundible de La Montaña.

b)      La experiencia de la guerra, que vivió alistado voluntariamente en la marina, a bordo del crucero “Canarias”, ha quedado plasmado de diversas maneras en su obra literaria[4]

 

Efectivamente, esta experiencia de la guerra también la encontrábamos reflejada en las páginas de El camino:

 

La historia de la cicatriz de Roque, el Moñigo, se la sabían de memoria. Había ocurrido cinco años atrás, durante la guerra. Daniel, el Mochuelo, apenas se acordaba de la guerra. Tan sólo tenía una vaga idea de haber oído zumbar los aviones por encima de su cabeza y del estampido seco, demoledor, de las bombas al estallar en los prados. Cuando la aviación sobrevolaba el valle, el pueblo entero corría a refugiarse en el bosque: las madres agarradas a sus hijos y los padres apaleando el ganado remiso hasta abrirle las carnes[5]

 

Sin embargo, “el balance de la infancia de tristezas y dichas en el medio rural, vista en su conjunto, es de felicidad. Aunque no faltan las penas ni los disgustos, la infancia parece casi sólo una etapa de la vida llena de encantos. Su tiempo es tiempo dilatado y más largo que el del resto de la vida. En el pueblo de Daniel también ocurre así”[6].

 

Para los tres amigos, los días de lluvia encerraban un encanto preciso y peculiar. Era el momento de los proyectos, de los recuerdos y de las recapacitaciones. No creaban, rumiaban; no accionaban, asimilaban[7]

 

Para Darío Villanueva, Delibes destaca en algo sumamente difícil en el novelista: la creación de protagonistas infantiles de una pieza, como lo son Daniel el Mochuelo de El camino, el Nini de Las ratas  Cada uno a su aire, con su idiosincrasia inconfundible, contradictorios pero humanamente coherentes, nobles y egoístas, sensibles o pretenciosos, desgraciados o bienaventurados, Lorenzo, Mario y Carmen, Rubes, Adela y Paulina, Pacífico Pérez, Cipriano y Minervina, Paco, Régula y Azarías, Pedro y Jane, Desi, Eloy y su hijo el notario, pueden figurar por mérito de su autor en el mejor elenco de las criaturas de ficción que nuestra novela contemporánea ha producido. Esa riqueza de matices de cada personalidad individual retratada por el novelista contrasta con la anonimia que la sociedad arrasadora impone, o la obligada en organizaciones militares en donde la persona es poco más que un guarismo[8].

 

Personajes, además, que se admiran entre sí:

 

Daniel, el Mochuelo, no se cansaba nunca de ver a Paco, el herrero, dominando el hierro en la fragua. Le embelesaban aquellos antebrazos gruesos como troncos de árboles, cubiertos de un vello espeso y rojizo, erizados de músculos y de nervios. Seguramente  Paco, el herrero, levantaría la cómoda de su habitación con uno solo de sus imponentes brazos y sin resentirse. Y de su tórax. ¿qué? Con frecuencia el herrero trabajaba en camiseta y su pecho hercúleo subía y bajaba, al respirar, como si fuera el de un elefante herido. Esto era un hombre. Y no Ramón, el hijo del boticario, emperejilado y tieso y pálido como una muchacha mórbida y presumida. Si esto era progreso, él, decididamente, no quería progresar[9]

 

Hombre, pasión, paisaje, -continúa Villanueva- pero también mito, lenguaje y estructura representan para mí otras tantas claves de Miguel Delibes. No las claves, con exclusión de cualesquiera otras, pero sí, a lo que creo, seis convincentes razones para ilustrar el gran logro de una novela que innovó, a la altura de los tiempos, el recio tronco realista en la literatura española contemporánea[10]

 

Finalmente, la temática de la elección del camino en la vida de cada uno, la importancia de seguir el impulso, de oír lo que dice el corazón… la incomprensión de los padres, el preadolescente y el adolescente desorientado[11]

 

Él no tenía aún autonomía ni capacidad de decisión. El poder de decisión le llega al hombre cuando ya no le hace falta para nada; cuando ni un solo día puede dejar de guiar un carro o picar piedra si no quiere quedarse sin comer. ¿Para qué valía, entonces, la capacidad de decisión de un hombre, si puede saberse? La vida era el peor tirano conocido. Cuando la vida le agarra a uno, sobra todo poder de decisión. En cambio, él todavía estaba en condiciones de decidir, pero como solamente tenía once años, era su padre quien decidía por él. ¿Por qué, Señor, por qué el mundo se organizaba tan rematadamente mal?[12]

 

Delibes tuvo siempre presente su propia niñez y ello le permite acercarse a los niños con clarividencia y sensibilidad, y es que los entiende. Niños de carne y hueso, niños que sufren y ríen a carcajadas, niños, por lo regular apegados a sus padres, a los que en ocasiones pierden muy pronto, despertándose en ellos sentimientos de abandono, de orfandad, miedos, temores… fuertemente apegados a sus raíces, a sus amigos. Muchas veces apenas adolescentes que deben enfrentarse solos a la vida, e, incluso, emigrar.

La mirada de nuestro escritor sobre ellos siempre es comprensiva, tierna, sin caer nunca en el sentimentalismo; se trata de una mirada comprensiva, solidaria[13].

 

Don José, el cura, dijo entonces que cada cual tenía un camino marcado en la vida y que se podía renegar de ese camino por ambición y sensualidad y que un mendigo podía ser más rico que un millonario en su palacio, cargado de mármoles y criados. Al recordarse esto, Daniel, el Mochuelo, pensó que él renegaba de su camino por la ambición de su padre. Y contuvo un estremecimiento. Le anegó la tristeza… [14]



[1] Gonzalo Sobejano “El lugar de Miguel Delibes en la narrativa de su tiempo” Columbia University, pp. 185, 186.

[2] Amparo Medina Bocos “Claves para leer a Miguel Delibes” Siglo XXI, Literatura y Cultura Españolas. Número 3, 2005, p. 169. 

[3] Miguel Delibes, El camino, Ed. Destino, Barcelona, 1988, pp. 7, 8.

[4] Amparo Medina Bocos, op., cit., p. 167                                              

[5] Op., cit., p. 98.

[6] Jorge Urdiales Yuste, “El camino, de Miguel Delibes: la circunstancia rural de Daniel el Mochuelo” Espéculo, Revista de estudios literarios. Número 31, 2005. Universidad Complutense de Madrid.

[7] Op., cit., p. 94.

[8] Darío Villanueva, “Seis claves para Delibes” Universidad de Santiago de Compostela, p. 162

[9] Op., cit., p. 9

[10] Op., cit., p. 171

[11] María Ángeles Suz Ruiz, “La mirada de Miguel Delibes sobre los niños en sus relatos” Estudios de narrativa contemporánea española. Homenaje a Gonzalo Hidalgo Bayal. CEU Ediciones Madrid, 2011, p. 114

[12] Op., cit., p. 219.                                

[13] Op., cit., p. 116.

[14] Op., cit., p. 222.

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