lunes, 4 de enero de 2021

La singularidad de Marcela en "El mandil de mamá": ecos de BUENOS DÍAS, TRISTEZA


En aquellos días nos dijeron que la guerra había terminado, pero que mamá ya nunca más volvería, porque había muerto. Lloramos mucho, prácticamente hasta que nos acostamos y nos dormimos. No recuerdo que por entonces padre me hiciese el discurso a la primogénita, aunque sí recuerdo a Sabina y a Isa alegar, cuando les convenía:

-          Pues papá ha dicho que tú, Marcela, tienes que cuidar de nosotros como una madre.

 

Era primavera y pronto llegaría la fiesta de fin de curso, en la que estaba segura de que mis hermanas y yo (como efectivamente sucedió) obtendríamos diploma y medalla. Se veía venir por el trato que nos daban las jesuitinas, que, por muy bichos que fueran, no podían distinguirse de la conmiseración que la gente nos tributaba y que duró dos o tres años, desde el solemne funeral en la catedral. Más me confortada, me sentía orgullosa las tardes en que padre nos llevaba a pasear a la ciudad, los cuatro de luto riguroso, personas de todas las clases parándonos a cada paso para expresar su sentida condolencia, para predicarnos resignación, algunos a darnos ánimos, así nos encontrasen por la bajada de las Ánimas, por el camino de las Huertas, y no digamos en el parque, la calle Ancha o al cruzar la plaza Mayor en busca de la calesa[1].

 

Cuento publicado en 1987 con una extensión de dieciséis páginas en nuestra edición, presenta a uno de los personajes (y narradores) femeninos más singulares de la obra de Juan García Hortelano y de la literatura de los cincuenta; escasísimos, siendo la voz de una escritora; único, siendo la voz de un escritor como es el caso.

 

“El mandil de mamá” recrea –afirma Santos Sanz Villanueva- desde el punto de vista de la protagonista, Marcela, una dura estampa familiar. Marcela lleva sus recuerdos hasta la infancia y adolescencia, con un límite en la fecha en que acabó el bachillerato y consiguió mediante chantaje la libertad de ocupar la casa de los suyos en la ciudad, mientras ellos viven en una finca en el campo. El tiempo preferente de la evocación son los meses posteriores a la guerra en que supo la misteriosa muerte de la madre[2].

 

La sensación de bienestar y dulzura me duraba hasta que, ya en camisón, me arrodillada junto a la cama y, al tiempo que decía las oraciones de la noche, sacaba del devocionario el recordatorio del funeral de mamá, besaba la estampa y, debajo del nombre, leía: “Trágicamente desaparecida en la zona roja”. Me venía la tristeza, mezclada a una especie de rabia, porque, en contra de lo que padre había prometido durante los años de la guerra, mamá no había vuelto a casa. En la cama, la tristeza no me dejaba dormir y, encima, se me olvidaban las cosas buenas. Se me olvidaba que la noticia por lo menos nos había sorprendido ya en la casa de campo, que pronto vendrían los primos a bañarse en la alberca, que cogeríamos higos y organizaríamos expediciones. Olvidaba, sobre todo, que el expediente de depuración, que le habían hecho a padre por tener a la esposa con los rojos, de lo iban a sobreseer, dado que a mamá ahora se la podía considerar como mártir de la cruzada[3].

 

Marcela nos va contando cómo se van sucediendo los hechos y sus dudas al respecto: “El lunes se hizo la mudanza. Nos dijo que era a causa del luto; al poco tiempo, porque iba a hacer obras en la casa de campo. ¿Para qué obras, si, además, aquélla había sido la casa preferida de mamá, donde más cosas suyas se guardaban, auténticos tesoros, y recuerdos?”[4]. Además introduce nuevos personajes (algunos estarán presentes en el cuento siguiente) como sus primos, su amiga Olalla…

 

Terminó el curso, pero no daba la impresión. Nos pasábamos el día encerradas, la mayor parte del tiempo sin saber qué hacer, ahogadas de calor, Isa mustia y Sabina insoportable. Mientras, los primos Perú ya estaban en la finca, con los amigos que cada año invitaban, con Olalla. A la caída de la tarde nos sacaba a pasear alguna de las criadas y no veíamos otros árboles que los del parque. Padre volvía tarde, algunas noches después de la cena. Estaba demasiado poco triste, por bien que marchara el expediente de depuración. Hacia burlas del aspecto que teníamos con aquellas ropas teñidas de negro y reía a carcajadas con las pequeñas. Una mañana, mientras se afeitaba, le oí cantar. Y ya no pude dejar de pensar que padre o estaba loco o feliz de haberse quedado viudo[5].

 

Llama la atención la reflexión de la joven fruto de su observación, la costumbre arraigada de enlutar a todos los miembros de la familia, de tener que teñir la ropa de negro por la escasez, costumbre que no ha llegado tal cual a nuestros días pero que en algún momento nos han contado nuestras abuelas. Marcela sufre el desamparo de la madre y su propia tristeza y soledad, le generan sentimientos de rencor: “Aquella noche, conforme la calesa rodaba por las calles de las afueras, me sentí como una monja arrepentida que regresa a su convento de clausura y, por primera vez, odié y reproché a mi madre haberse muerto”[6]. Por fin, las obras en la casa de campo terminan y la familia se traslada en agosto. Retoman las mismas actividades que otros veranos y aparecen las mismas amistades: “Olalla me puso al corriente la primera tarde que nos vimos. Había conocido a la bruja unas semanas antes, siguiendo, sin que él lo sospechase, al menor de los Perú”[7]. Al personaje referido como “la bruja”, va a sucederle lo mismo que al señor Pedro o a Treviso, su historia constituye casi un relato en sí mismo si García Hortelano le hubiera concedido un final. Marcela desea visitar su choza porque piensa que allí se llevan a cabo una suerte de magias, espiritismos y apariciones: “Lo primero que le pediré es que me explique con todo detalle cómo murió mamá y cómo la enterraron en la zona roja, sin un sacerdote que le diera siquiera la extremaunción”[8]. Cuando a la caída de la tarde, toda la pandilla de amigos y primos se reúnen alrededor de la alberca, empiezan a contar historias, y se va desgranando poco a poco la de la bruja:

 

Al regreso de aquellas peregrinaciones ya se había formado el corro de contar historias y, sentados en círculo junto a la alberca, nos recibían con pullas y bromas de mala intención.

-          Me extraña a mí que esa vieja –dijo un atardecer Juan Perú- no esté recogida por Auxilio Social.

-          Intentar ya lo han intentado –replicó Olalla-, pero, a cambio, la obligan a lavarse, a comulgar y a cantar el himno.

-          Lo que yo me figuraba –dijo Treviso-. Esa vieja es una comunista[9].

 

Mucho nos recuerdan las conversaciones de esta pandilla, con las conversaciones de la pandilla de Tano en cuentos anteriores. Los niños (en este caso ya adolescentes) oyen y reciben información, a veces, sesgada, y sacan sus propias conclusiones, distantes de la realidad, la mayoría de los casos.

 

Ya había comenzado septiembre, pronto, a la hora en que el misterio alcanzaba en el corro la cumbre terrorífica, sería de noche. Sabina, para lucir lo que leía en los libros, conseguía que todas las tardes se hablase de la masonería. A Treviso y al Juan Perú les enardecía el asunto y dejaban entrever que de masones sabían más de lo que resultaba decente contar delante de nosotras.

- Hoy en día es la misma cosa, porque todos los comunistas se han hecho masones.

- ¿Habéis visto si tiene en la choza una escuadra y un compás? –preguntaba Treviso.

- A éstas se los va a dejar ver… Yo creo que la vieja, como mucho, es vigilante. O sea, para que lo comprendáis, ayudante especial del venerable.

- Y el venerable ¿cómo se llama?

- Anda, Juan, cuenta eso de que los masones matan a los niños.

- El venerable no se llama de ningún modo, es el presidente de la reunión, que se llama logia. Cuando se juntan en la logia es cuando matan a los niños, a los sacerdotes y a los renegados.

- ¿Y a cuántos matan? –insistía Isa o el menor de los Perú.

- Según y cómo.

 

Al final de aquellas vacaciones, o quizá durante las siguientes, Treviso me citaba junto a la tapia trasera de la huerta y, a cambio de un beso, me hacía una confidencia reservadísima. Así me enteré de que Mauricio Karl se llamaba de verdad Mauricio Carcavilla y de que, a su vez (y mediante otro beso), Mauricio Carcavilla era un seudónimo que usaba el Generalísimo para escribir libros donde se explicaban las atrocidades de los masones.

-  La tenida es como una misa, con muchas ceremonias y mucho paripé. Los del grado treinta para arriba llevan mandil, para no mancharse el traje con la sangre de las víctimas. Una vez que te apuntas, y aunque te arrepientas, ya no te puedes desapuntar nunca jamás[10].

 

Treviso, apellido que coincide con el personaje de los cuentos del internado, es aquí el primer amor de Marcela, un amor de verano narrado de tal manera, que como lectores, parece que nos asomáramos al diario de la adolescente. Además, al final del fragmento, descubrimos la razón del título del cuento: el mandil utilizado, según los chicos, en “las tenidas”. Su fascinación por la bruja y por la masonería, o por lo que ellos creen que es la masonería, continúa:

 

-          Bueno, ¿y qué pasa si vas y te chivas a la guardia civil?

-          Pues que la guardia civil te mete en la cárcel por masón.

-          Y luego, un masón se disfraza de carcelero, entra en la celda y te ahorca. No hay manera.

-          Lo he pensado mejor –precisaba Sabina- y seguro que la vieja es durmiente.

-          Mentira, porque siempre se queja de que duerme mal.

-          Idiota, durmiente es como emboscado, que parece que no pero que sí. Por eso disimula diciendo que se le aparece la Virgen, no vaya a ser que alguien la descubra cuando se le aparece Satanás.

-          Pero ¿también el diablo es masón?

-          Los ayuda, porque para ingresar en la masonería el primer requisito es vender el alma al diablo.

-          No hablar del demonio, que me entra miedo por la noche.

Junto a la tapia, ofrecía mi mejilla y cerraba los ojos[11].

 

Finalmente, tras varias historias, barajan la posibilidad de que entre los masones, también haya mujeres.

 

-          O sea, ¿qué también hay mujeres masonas? –preguntaba Isa.

-          Claro que sí. Se dice que hay niñas masonas, monjas masonas, incluso putas masonas. Hasta madres masonas hay.

-          Madres masonas es imposible –afirmaba yo.

 

Y lo seguí afirmando verano tras verano, cada vez que el sacrilegio parricidio se repetía en el corro de historias. Luego llegó un verano en que ya ni los pequeños se interesaban por los misterios masónicos. Otros misterios, más simples y conmocionantes, nos ocupaban, nos separaban o nos unían. Si se hablaba en grupo, hablábamos ya movidos por la vergüenza a parecer puros, la estética nos iniciaba en la corrupción, en las artes de callar lo auténtico, crecíamos[12].

 

Este “crecíamos” resulta clave en nuestro análisis. Para Santos Sanz Villanueva, Marcela “desmenuza en su evocación señales de época: el expediente de depuración al padre, la leyenda oficial contra los masones, los años en prisión del criado Honorio, los paseos por la ciudad con el progenitor y sus dos hermanas, todos enlutados, en que recibían el pésame de los invitados… Y dentro de esta historia de amargo aprendizaje y maduración muestra el retrato de la doblez del padre, que lleva al domicilio familiar a una institutriz”[13]. Nuestra narradora camina adelante y atrás en su recuerdo:

 

Para entonces padre, cuyo expediente de depuración agonizaba en alguna oficina bajo el polvo de los asuntos pendientes, hacía ya tiempo que había sustituido también la calesa por un birlocho y por un automóvil. Viajaba con frecuencia y no se quejaba del alza de los precios. A Salamanca, durante uno de los últimos cursos de la carrera, me escribió padre Honorio, tras siete años de cárcel, había vuelto a casa. Moriría Honorio a principios de los sesenta, en una época en la que yo apenas mantenía relaciones con los míos. Creía vivir libre y sólo temía sus cartas, la imposibilidad de negarme a pasar algunas navidades en la casa de campo. Y durante meses y meses así fue, así viví (en la libertad que el olvido y la ignorancia permiten) una existencia desgajada de mi infancia. Cada vez eran más escasos y temidos los recuerdos y, sin embargo, cuando uno me asaltaba, la memoria reprimida se vengaba y, cebándose en el cementerio del tiempo, incesantemente desenterraba viajes en la calesa, atardeceres junto a la alberca, los insomnios de aquel invierno oyendo en el camaranchón las cacerías de la garduña, la sonrisa de la institutriz cuando fingió entrar por vez primera en la casa de campo, mis sollozos al leer el telegrama por el que padre me comunicaba el nacimiento de Diego, de aquel Diego que en unos años merodearía por los cerros (como su primo, el menor de los Perú) y al que jamás he reconocido otro parentesco que el de medio hermano. Pero, siempre que recordaba, la avalancha de los recuerdos se detenía en los meses posteriores al final de la guerra y a la muerte de mamá. En aquellos meses se concentraba el desarrollo de lo que sería mi futuro[14].

 

La relación entre padre e hija está cambiando, la hija (entrando en su madurez) demanda una honestidad que no encuentra:

 

-          Padre, ¿por qué tenemos que cambiar nuestras costumbres?

-          Es necesario. Sé cuánto echas de menos a tu madre, Marcela, cuánto te ha dolido durante estos tres años la separación y cómo te obsesiona todavía su ausencia. Confía en lo que te digo, hija. No debes entristecerte. Yo te aseguro que, conforme crezcas y pase un tiempo, te sentirás resarcida de lo que crees haber perdido. Mientras tanto, ayúdate olvidando.

 

[…] Había llegado el invierno. ¿Por qué todos los míos eran felices?[15]

 

Marcela, como ya lo hicieran nuestros narradores anteriores, está atenta a los cambios que se producen en su gente e intuye que algo está pasando, esas acciones ocultas que nosotros sí sabemos como lectores: 

 

El malestar me despertaba, unas horas después de haber tomado a hurtadillas las aspirinas. Me quedaba inmóvil, intentando conjurar las punzadas en el vientre mediante recursos de fabular mi futuro; me contaba historias a mí misma y veía los rostros atentos de los primos, de mis hermanas, de Treviso y de Olalla. El insomnio me erizaba los nervios y, buscando la fatiga, paseaba por la habitación, contemplaba las tinieblas sobre los campos helados, fumaba mis primeros cigarrillos, incluso salía a recorrer a tientas la galería. Si el dolor me doblaba, me prometía que el día siguiente se lo contaría a mi padre. Una de aquellas noches oí los ruidos sobre mi cabeza y, de inmediato, comprendí que se trataba de una garduña. De niña había visto muerto uno de aquellos terroríficos animales, que Honorio había matado gracias a su paciencia y habilidad. No había olvidado lo que entonces escuché a los mayores acerca de las garduñas. Refugiaba bajo las mantas, el miedo me hacía sudar, atenta a los rasguños de las zarpas en el entarimado y las vigas, a los crujidos y a las pisadas enguantadas de un extremo a otro del techo. La sentía morder los muebles, hambrienta, desgarrar la tapicería de la otomana, romper las tejas en repentinas huidas. Al fin, no pude contenerme y le pregunté a padre:

-          ¿Has notado algo raro arriba, en tu despacho?

Se mostró alarmadísimo y me hizo tantas preguntas que acabé por confesarle no sólo la existencia de la garduña, sino también mis dolores. De inmediato subió al camaranchón, armado de un palo. A la noche había recuperado la tranquilidad y, a pesar de que parecía no haberse enterado de mi enfermedad, dos días después me llevó al ginecólogo.

-          No hay garduña, fantasiosa, ni estás enferma. Lo único que te ocurre es que no tienes a quien contarle que te estás haciendo mujer.

Quizá la garduña y mi pubertad precipitaron los acontecimientos[16].

 

Es un verdadero hallazgo por parte de Juan García Hortelano, aunar en estas páginas, la llegada de la institutriz, de la menstruación y compararla con la garduña, depredador nocturno pero también –supuesta- sociedad secreta criminal que habría operado entre los siglos XV-XIX y cuya existencia es discutida al solo citarse en texto literario. En concreto, la institutriz (y por ende, su hijo) se figura como personaje hostil en el mundo afectivo de Marcela: “Entonces sólo supe que una mañana llegó, sonriente y tranquila, fingiendo que por primera vez entraba en la casa. Era institutriz. ¿Para qué una institutriz? Al mes era la dueña de la casa, quien todo disponía y de quien todos dependíamos”[17]. Ni siquiera con el tiempo, Marcela cambió su actitud: “Pero yo me negué a saber y, siempre que me fue posible, la traté como a una persona del servicio, como a la asalariada que usurpa una posición indebida”[18]. Y es también un verdadero cierre, implacable, el que nos aguarda, esa voz llena de resentimiento, llena de venganza:

 

Para cuando descubrí que padre la había embarazado, me había habituado a una cómoda naturalidad exenta de tensión o de crueldad. Inmediatamente después de la boda del viudo con la institutriz, favorablemente acogida por las personas de todas las clases (las mismas que, años atrás, confortaban al enlutado padre y a las enlutadas huérfanas durante sus paseos por la ciudad), Isa y Sabina ejercitaron sus reprimidos derechos a considerar y llamar madre a aquella mujer con la que, tras haber sido su barragana de camaranchón, padre se había casado por segunda vez. En pocas ocasiones volví a llorar, después de que aquella mujer fue definitivamente clasificada como el único ser del otro mundo que se me ha aparecido. Estallé en sollozos irreprimibles al leer el telegrama mediante el que padre me participaba el nacimiento de Diego, ese fruto de un amor de topera al que jamás reconoceré otro parentesco que el de medio hermano. Muchas lágrimas me costó romper con Treviso, cuando quiso inmiscuir sus buenos oficios. Es a ella, alguna de esas navidades en que regreso a la casa de campo (por completar la felicidad de padre con mi presencia), a quién se le humedecen los ojos. Y es que ambos van envejeciendo impúdicamente unidos, como quienes se han amado en exceso gracias a su miedo y a su egoísmo. Lo mismo que me prohibí sufrir, tampoco me permito nunca reconstruir mentalmente aquellos años en que permaneció encerrada en nuestra casa. Ese juego de la imaginación lo reservo para el día, cada vez más cercano, en que reciba el aviso de que está agonizando y emprenda viaje, a fin de llegar a tiempo de no perdonarla por última  y definitiva vez. Ese viaje bastará para imaginar sus años en su primera sepultura y para, en el momento oportuno, como homenaje a las ideas por las que sufrió persecución, en mérito a la inoportunidad de no haber muerto a su debido tiempo, ceñir a su mortaja el mandil de masona[19].

 

Como acertadamente concluye Sanz Villanueva con respecto a la institutriz “el vengativo odio que le profesa constituye el leitmotiv de la rememoración. Como narra Marcela desde su óptica, la historia resulta muy alusiva y nada esclarece respecto de otros personajes que la amueblan: unos primos apellidados Perú, un tal Treviso que le robaba un beso en la huerta, y Olalla, una amiga suya cuya importancia en su vida solo se insinúa. Ese punto de vista explica que nada se diga acerca del lugar de las anécdotas”[20]. Y por nuestra parte, aun sabiendo que Juan García Hortelano, pasó algunos veranos de su adolescencia con la familia paterna en Segovia, no nos atrevemos a aventurar que esté inspirado en la realidad de aquel tiempo y de aquel lugar. Lo que sí nos parece razonable, es aventurarnos en las influencias literarias de dicho relato. Si bien en España ya estaban publicadas las novelas “de autoconocimiento” –de estilo y tono parecidos- de Nada de Carmen Laforet o de Primera memoria de Ana María Matute, ya citadas en capítulos anteriores, ha sido en la obra de “la Sagan” –parafraseando a nuestro autor- donde hemos hallado algunas reminiscencias, sobre todo, revisitando la adaptación cinematográfica. No sabemos que Juan García Hortelano hubiera visto la película, pero que conocía perfectamente –que no diremos que admirara- la obra de Françoise Sagan, tenemos referencias literarias. Leíamos en la Lección 5, “Poética venusina”, de Gramática parda:

 

La escena, si escena podía denominarse aquel esbozo, adquiría un vigor incitante a cada repetición y Duvet, ensayando técnicas de nouveau roman, se quedó adormilada. Por lo que oyó el cañonazo en el puerto, cuando los nudillos de Venus Carolina Paula repicaron en el tabique. Duvet recobró sin sobresalto, como quien aparta los ojos del papel para coger un cigarrillo, la realidad de la buhardilla al borde de las tinieblas. A gatas alcanzó el tabique donde las llamadas de Venus Carolina Paula denotaban una creciente inquietud.

 

-          Que no me he ahorcado, no te preocupes.

-          Ay, mi niña…, por Dios, qué espantos se te ocurren…

-          ¿A mí? Eres tú quien estaba imaginando espantos, reconócelo. Te ha negado la llave, ¿verdad, Venus Carolina Paula?

-          Sí, mi niña. Tu madre me ha prohibido que te lleve al parque. Yo…, yo no he sabido domarla. No sólo no se le ha pasado el berrinche, sino que está peor. Se me ocurrió que se le podía haber pasado, pero quia, hasta me ha prohibido que te suba la merienda. ¿Tienes hambre, mi pequeña? Hay que reconocer que le has dado el desayuno, que te has comportado de una manera heroica pero insufrible. ¿Me oyes bien, Duvet?

-          Te oigo, Venus Carolina Paula.

-          ¿No te parece que te has comportado de una manera heroica pero insufrible?

-          Simplemente digna.

-          Yo, tú lo sabes, estoy de tu parte. A mí me parece que, teniendo medios para tener vocación, la vocación de una persona es lo más principal. Pero también hay que comprender que a tu madre le asuste que te hayas empeñado en ser Flaubert y sólo Flaubert. No se puede derrochar tanta cerrilidad, amor mío, sobre todo cuando lo que pretende es una insensatez. Eres muy extremista, pequeña, las cosas como son.

-          Extremista, ella, que es una terrorista del orden.

-          Ella, acuérdate, al final del desayuno quería contemporizar.

-          ¡¿Contemporizar?! ¿Llamas tú contemporizar a que me proponga ser la Sagan en vez de ser Flaubert? A eso yo lo llamo una trampa.

-          No caigas y aprovéchate de que ella te cree en el hoyo. Hace unos meses no admitía siquiera que fueses escritora. Esta mañana, por lo menos, admitía que seas la Sagan, pues haz que consientes en ser la Françoise Sagan y ponte a ser el Gustave Flaubert. Yo, la verdad, no veo tanta diferencia. Quizá es porque una sabe poco acerca de ese oficio, pero a una lo que le parece esencial de necesidad es que tu horrorosa madre te permite emprender la carrera de la gloria literaria.

-          No seas pánfila, Venus Carolina Paula. Lo que espera esa víbora es que yo termine por ser efectivamente la Sagan y, conociéndome como me conoce, que le coja una aversión total a la literatura. Antes muerta que ser la Sagan. Antes, te lo juro, preferiría ser masajista íntima, o bordadora, o Elsa Triolet[21].

 

En 1954, la directora de ELLE, encarga a Françoise Sagan una serie de artículos sobre el sur de Italia. La escritora se convierte en reportera con una sección semanal bajo el título “Buenos días, Capri”, “Buenos días, Venecia”… De alguna manera, consiguió una marca de autor. Hija de empresarios acomodados, publica a los dieciocho años y bajo pseudónimo Buenos días, tristeza.

 

Dudo al llamar con el nombre bello y serio de tristeza, a este sentimiento desconocido cuya dulzura y cuyo dolor me tienen obsesionada. Es un sentimiento tan completo y tan egoísta que me llega a dar vergüenza, mientras que la tristeza me ha parecido siempre honrosa. Conocía el arrepentimiento, el fastidio y hasta el remordimiento. La tristeza, no. Ahora siento algo que me envuelve, como una seda enervante y dulce, y que me separa de los demás.

Aquel verano yo tenía diecisiete años y era feliz del todo[22].

 

El título, es un homenaje al poema de Paul Éluard que abre el texto:  

 

Adiós tristeza

Buenos días tristeza

Inscrita estás en las rayas del techo

Inscrita estás en los ojos amados

No eres la miseria exactamente

Pues los labios más tristes te anuncian

Con una sonrisa

Buenos días tristeza

Amor de los cuerpos amables

Poder del amor

De donde surge la amabilidad

Como un monstruo sin cuerpo

Cabeza decepcionada

Tristeza rostro bello.

 

Entre los temas de la novela, destacan la vida fácil, los coches rápidos, las residencias burguesas… y una mezcla de cinismo, de sensualidad, de indiferencia y de ociosidad. Temas, no sabemos si muy a su pesar, que son temas hortelianos. Narrada desde el punto de vista de la adolescente (como nuestra Marcela), a la que el padre le dedica toda su atención hasta la llegada de la candidata (seria) a segunda esposa, representa la crueldad impasible, incluso, ante la muerte (como nuestra Marcela).

 

Se sentó cerca de Ana y le rodeó el cuello con el brazo. Ella tuvo un ademán de todo el cuerpo hacia él, tan pronunciado, que bajé los ojos. Sin duda se casaba con él enamorada de su risa, de su brazo fuerte en el que se podía confiar, de su vitalidad, de su calor. Cuarenta años, el miedo a la soledad, tal vez los últimos impulsos sensuales… Nunca había pensado en ella como en una mujer, sino como en una entidad: había visto en ella la seguridad, la elegancia, la inteligencia, pero nunca la sensualidad, la debilidad… Comprendí que mi padre se sintiera orgulloso: la arrogante, la indiferente Ana Larsen se casaba con él. Pero ¿la amaba él? ¿Podría amarla durante mucho tiempo? ¿Veía yo alguna diferencia entre el sentimiento de mi padre hacia ella y el que tuvo por Elsa? Cerré los ojos, entumecida por el sol. Estábamos los tres en la terraza, llenos de reticencias, de secretos temores y de bienestar[23].

 

La escritora obtuvo el Premio de la Crítica Francesa en aquel 1954. La diferencia esencial, entre nuestro cuento y su novela, es el pudor de la primera relación amorosa en el español, y la sensualidad explícita (enmarcada en la Nouvelle Vague) de los mismos amores de verano en la francesa:

 

Me tomó en brazos y me depositó sobre la lona. Resbaladizos de sudor los dos, torpes y apresurados; la embarcación se balanceaba regularmente debajo de nosotros. Veía el sol, arriba, sobre mi cabeza. Y de pronto el murmureo imperioso y tierno de Cyril… El sol, suelto en el espacio, caía, en estallidos, sobre mí. ¿Dónde estaba? En el fondo del mar, en el fondo del tiempo, en el fondo del placer… Llamé a Cyril en voz alta y no me respondió; no tenía ninguna necesidad de responderme. Y después el frescor del agua salada. Nos reíamos los dos, aturdidos, deslumbrados, perezosos, agradecidos. Teníamos el sol, el mar, la risa y el amor, ¿los encontraríamos alguna vez como este verano, tan resplandecientes, con tanta intensidad en ellos debida al miedo y a los remordimientos? Sentí, aparte del placer físico y muy real del amor, otro tipo de placer intelectual al pensarlo. Las palabras “hacer el amor” tienen una seducción propia verbal que se aparta de su verdadero sentido. El término “hacer”, material y positivo, unido a la abstracción poética de la palabra “amor”, me encanta[24].

 

 El tono de su alegato final, nos llega tan implacable como el de Marcela:

 

-          Piensas poco en el mañana, ¿no? Es el privilegio de la juventud.

-          Te lo ruego –le dije-, no me eches así en cara mi juventud. Me sirvo de ella tan poco como puedo; nunca he creído que me dé derecho a todos los privilegios y que por ella se me tenga que perdonar todo. No doy importancia a ser joven[25].

 



De interés, en nuestra opinión, resulta ver a estos personajes encarnados en la versión cinematográfica Bonjour Tristesse, dirigida por Otto Preminger en 1958. David Niven (en el papel de Raymond, el padre viudo), Jean Seberg (en el papel de Cecile, la hija adolescente), y Devora Kerr (en el papel de Anne, la candidata a madrastra, disciplinada y con final trágico). La novela, que en su momento generó cierto escándalo por su sensualidad y por la juventud de la escritora, llamó la atención de un director con cierta debilidad por productos rodeados de polémica, Anatomía de un asesinato (1959), con la corrupción del sistema judicial o Tempestad sobre Washington (1962), con los tejemanejes de los partidos políticos. El recurso de usar en el mismo film partes en color y partes en blanco y negro para diferenciar pasado y presente; la voz en off introduciéndonos en un largo flashback para adaptar la narración en primera persona; los exteriores en la costa francesa para ambientar esa ostentación y ese lujo de clase; la brillante colaboración de profesionales y actores, y sobre todo, la dirección magistral de una jovencísima Jean Seberg, tildada por la crítica como un “adorable pequeño monstruo”, hacen de la película, una ajustada representación de esas vidas disipadas, manipulables, escasas de ética, aunque, finalmente, al parecer, con algo de remordimiento. Como decíamos, lo que comparten Marcela y Cécile, es la maldad adolescente.



[1] Juan García Hortelano, “El mandil de mamá”, op., cit., p. 719.

[2] Santos Sanz Villanueva, “García Hortelano, olvidado e inédito”, CAMPO DE AGRAMANTE, nº 21, Jerez de la Frontera, 2014. p. 136.

[3] Juan García Hortelano, op. cit., p. 720.

[4] Op., cit., 721.

[5] Op., cit., 721.

[6] Op., cit., p. 722.

[7] Op., cit., p. 723.

[8] Op., cit., p. 723.

[9] Op., cit., p. 724.

[10] Op., cit., pp. 724, 725.

[11] Op., cit., p. 726.

[12] Op., cit., p. 728.

[13] Art., cit., p. 136.

[14] Op., cit., pp. 728, 729.

[15] Op., cit., p. 730.

[16] Op., cit., pp. 731, 732.

[17] Op., cit., p. 732.

[18] Op., cit., p. 733.

[19] Op., cit., pp. 733, 734.

[20] Art., cit., p. 136.

[21] Juan García Hortelano, Gramática parda, op., cit., pp. 34, 35.

[22] Françoise Sagan, Buenos días, tristeza, Ed. G. P. Barcelona, 1968, p. 9.

[23] Op., cit., p. 54.

[24] Op., cit., p. 105.

[25] Op., cit., p. 121.

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JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD

  José Manuel Caballero Bonald nace el 11 de noviembre de 1926 en Jerez de la Frontera, de padre cubano y madre francesa. En su ciudad natal...