miércoles, 14 de agosto de 2019

Los bravos JESÚS FERNÁNDEZ SANTOS




LOS BRAVOS
JESÚS FERNÁNDEZ SANTOS
Salvat Editores, Navarra, 1982


Pasaron ante él jugando con las llaves, muy contentas.
Ahora, como todas las tardes, entre dos luces, los hombres sombríos, el murmullo del río, los pastos, le llegaban como en un sueño, como una sucesión de visiones imprecisas que, sin saber por qué, le deprimían. Pág. 83


Ahora, nada de esto existía. La iglesia estaba vacía, desnudas las paredes, brotada de helechos y cardos y sólo alguna vez se hacía subir al cura de otro pueblo, veinte kilómetros más abajo, para celebrar alguna boda, como la de Antonio el lunes, o un bautizo o la misa del santo, como recuerdo de un tiempo en que los hombres aún no esperaban todo de sí mismos.
Un día al año subía ese mismo sacerdote a oír los pecados que las mujeres le iban volcando precipitadamente en la penumbra de la iglesia, tras una rejilla de tablas; luego repartía la comunión y bautizaba a los niños que hubiesen nacido en aquella semana. También bendecía las velas de las ánimas que en las terribles tormentas del verano eran encendidas en las ventanas para alejar el rayo de los pajares y las casas. Sólo quedaba del tiempo antiguo, como un rito, la costumbre de cambiarse de ropa, desprovista ya de un fin concreto, y el respeto de los más viejos por los nombres de los santos y un vago temor de todos a las ruinas de la iglesia, y la vivienda del párroco, como si al igual que el cementerio tuvieran sus piedras un poder entre mágico y ancestral ligado, más que a la vida, a la muerte. Pág. 90


El café era malo. Se preguntó qué habría de bueno en aquel pueblo, entre aquella gente pobre y mezquina. Se acusó mentalmente de despreciar a sus semejantes y ofender a Dios; pero realmente eran pobres y mezquinos y no debían creer en Él asiduamente, aunque le temieran a la hora de la muerte. Recordó que nunca le habían llamado para auxiliar a un difunto; sólo para los bautizos y las bodas, probablemente para dar solemnidad a la cosa, o por no ser menos que los otros y un poco por costumbre también. Era un pueblo pobre, y en la pobreza llevaba su castigo. Pág. 104


Aún era temprano para comer y siguió mirando escaparates hasta que se cansó y fue a sentarse en la terraza de un café, en la calle principal, donde mayor era el tráfico. Nuevas tiendas, lujosas, para ricos; la gente vistiendo trajes frescos y elegantes; una nube de edificios grises, a medio terminar en las afueras. Todo lo construían con cemento; había profusión de pilares armados en todos los solares, como si una gran prisa por edificar hubiera hecho surgir de la tierra aquellos frutos colosales. No entendía de negocios, pero comprendía por qué los jóvenes luchaban por venir a la capital, por qué abandonaban la tierra y la familia para ir allí a establecerse.
Desde el fin de la guerra la ciudad que crecía pausadamente, al compás de otras muchas capitales de provincia parecía haber dado un salto, el rápido estirón de la pubertad. Pág. 109


Salieron, cerrando cuidadosamente la cancela, y cruzaron el río hasta la fonda. Ver el pueblo de nuevo desde la otra orilla le produjo al médico la sensación de que su vida era como el primer día, antes de conocer a Socorro, don Prudencio y los otros, de que nunca se había movido de la fonda. Su vida –pensaba- sólo tenía de común con el pueblo el primer día y el último: el día en que llegó por vez primera en el viejo coche de Pepe, para vivir solitario entre la mujer y los dos hermanos; y el último, el lunes anterior, cuando a la tarde, a la hora de las borracheras, igual que un ladrón, se había acercado a casa de don Prudencio a robarle la muchacha. Las semanas intermedias se disipaban y confundían en una serie de días calurosos, plenos de tedio, recuerdos y deseo. Pág. 122


El médico no le escuchaba, contemplaba absorto aquel pedazo de tierra a sus pies, donde cuatro surcos pequeños y mezquinos, colgando sobre la negra muerte en la soledad de la garganta, obligaban a un hombre o a una mujer, o a un niño, a venir del pueblo a trabajarlos y cuidarlos el verano entero, quizá solamente para que los animales lo comieran.
-          ¿De quién es?
-          ¿Ésta? De Antonio.
-          ¿El que se casó ayer?
-          El mismo.
-          ¿Y aquélla?
-          De Antonio también.
-          ¿Todas son de Antonio?
-          Los pobres se tienen que contentar con las peores.

El médico se dijo que era bien triste cosa ser pobre en un pueblo de pobres. Preguntó a Alfredo por qué Antonio no sacaba más dinero de la herrería.
-          Sacar, saca; pero una buena tierra da en un verano lo que la herrería en tres años, y las que él tiene no valen nada. Además, son pequeñas; en dos días todo el pan que recoge lo tiene en casa. Buena le espera…
-          ¿Por qué? ¿Por casarse?
-          Ya verá cuando empiecen a venir los críos. Más le valía no nacer…
-          ¿Por qué, hombre?

Alfredo se había vuelto y le miraba con firmeza, casi con rencor.
-          Para pasar hambre y miseria toda su vida, para eso se casaron. Pág. 125

  
Hicieron un silencio. Alfredo, sumido en sus pensamientos, había olvidado la trucha y hasta la pistola que, maquinalmente, seguía apretando contra su pecho. De pronto se volvió al médico, como hacía cada vez que quería echar fuera algo que maduraba en su cabeza largo tiempo.
-          ¿Sabe qué decía mi padre?
-          No sé.
-          Pues decía que ustedes, los de las capitales, se pasan la vida estudiando para luego, venir a sacarnos el dinero a los pobres.

El médico rió.
-          Ahora es al revés.
-          ¡Ca!, no lo crea. Claro que no van a estudiar una carrera para, luego, no sacar provecho. –Buscó en su bolsillo la navaja y, apartándose un momento, cortó un mimbre que se entretuvo en mondar. –De todos modos, con una carrera no venía a meterme yo aquí- y señaló con un ademán las dos cadenas de montañas, flanqueando el pueblo. Pág. 131


-          A mi padre y a mí nos pilló la guerra en el pueblo y en el pueblo nos quedamos. Cuando subí la primera vez, después, aún quedaban muertos por estos sitios. Ahí, sin ir más lejos –señaló a su espalda-, a la puerta del chozo, había tres que los enterré yo.
Parecía extraño que aquellos parajes solos y mudos pudieran haber visto la guerra de que el pastor hablaba, el paso y la muerte de tantos hombres. Aquel silencio amarillo y susurrante no podía haber sido roto por una voz, un estruendo, un lamento; parecía tierra inmutable, indiferente, donde todas las cosas habrían de desaparecer irremisiblemente como la piedra, en polvo calcinado, sin dejar huella en su dormida nada. Pág. 155


Sentada junto a la ventana, miraba a los hombres reír. Dejaba su cuerpo al sol, que lo quemaba hasta sumergirla en una sensación de aniquilamiento y vacío; sólo entonces se metía en la sombra del porche. Era como su vida: un pausado encaminarse hacia la nada, entre lejanos ecos de dolor, aburrimiento y deseo. Pág. 185



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