LOS BRAVOS
JESÚS FERNÁNDEZ
SANTOS
Salvat Editores,
Navarra, 1982
Pasaron ante él jugando con las llaves, muy contentas.
Ahora, como todas las tardes, entre dos luces, los hombres
sombríos, el murmullo del río, los pastos, le llegaban como en un sueño, como
una sucesión de visiones imprecisas que, sin saber por qué, le deprimían. Pág.
83
Ahora, nada de esto existía. La iglesia estaba vacía,
desnudas las paredes, brotada de helechos y cardos y sólo alguna vez se hacía
subir al cura de otro pueblo, veinte kilómetros más abajo, para celebrar alguna
boda, como la de Antonio el lunes, o un bautizo o la misa del santo, como recuerdo
de un tiempo en que los hombres aún no esperaban todo de sí mismos.
Un día al año subía ese mismo sacerdote a oír los pecados
que las mujeres le iban volcando precipitadamente en la penumbra de la iglesia,
tras una rejilla de tablas; luego repartía la comunión y bautizaba a los niños
que hubiesen nacido en aquella semana. También bendecía las velas de las ánimas
que en las terribles tormentas del verano eran encendidas en las ventanas para
alejar el rayo de los pajares y las casas. Sólo quedaba del tiempo antiguo,
como un rito, la costumbre de cambiarse de ropa, desprovista ya de un fin
concreto, y el respeto de los más viejos por los nombres de los santos y un
vago temor de todos a las ruinas de la iglesia, y la vivienda del párroco, como
si al igual que el cementerio tuvieran sus piedras un poder entre mágico y
ancestral ligado, más que a la vida, a la muerte. Pág. 90
El café era malo. Se preguntó qué habría de bueno en aquel
pueblo, entre aquella gente pobre y mezquina. Se acusó mentalmente de despreciar
a sus semejantes y ofender a Dios; pero realmente eran pobres y mezquinos y no
debían creer en Él asiduamente, aunque le temieran a la hora de la muerte.
Recordó que nunca le habían llamado para auxiliar a un difunto; sólo para los
bautizos y las bodas, probablemente para dar solemnidad a la cosa, o por no ser
menos que los otros y un poco por costumbre también. Era un pueblo pobre, y en
la pobreza llevaba su castigo. Pág. 104
Aún era temprano para comer y siguió mirando escaparates
hasta que se cansó y fue a sentarse en la terraza de un café, en la calle
principal, donde mayor era el tráfico. Nuevas tiendas, lujosas, para ricos; la
gente vistiendo trajes frescos y elegantes; una nube de edificios grises, a
medio terminar en las afueras. Todo lo construían con cemento; había profusión
de pilares armados en todos los solares, como si una gran prisa por edificar
hubiera hecho surgir de la tierra aquellos frutos colosales. No entendía de
negocios, pero comprendía por qué los jóvenes luchaban por venir a la capital,
por qué abandonaban la tierra y la familia para ir allí a establecerse.
Desde el fin de la guerra la ciudad que crecía pausadamente,
al compás de otras muchas capitales de provincia parecía haber dado un salto,
el rápido estirón de la pubertad. Pág. 109
Salieron, cerrando cuidadosamente la cancela, y cruzaron el
río hasta la fonda. Ver el pueblo de nuevo desde la otra orilla le produjo al
médico la sensación de que su vida era como el primer día, antes de conocer a
Socorro, don Prudencio y los otros, de que nunca se había movido de la fonda.
Su vida –pensaba- sólo tenía de común con el pueblo el primer día y el último:
el día en que llegó por vez primera en el viejo coche de Pepe, para vivir
solitario entre la mujer y los dos hermanos; y el último, el lunes anterior,
cuando a la tarde, a la hora de las borracheras, igual que un ladrón, se había
acercado a casa de don Prudencio a robarle la muchacha. Las semanas intermedias
se disipaban y confundían en una serie de días calurosos, plenos de tedio,
recuerdos y deseo. Pág. 122
El médico no le escuchaba, contemplaba absorto aquel pedazo
de tierra a sus pies, donde cuatro surcos pequeños y mezquinos, colgando sobre
la negra muerte en la soledad de la garganta, obligaban a un hombre o a una
mujer, o a un niño, a venir del pueblo a trabajarlos y cuidarlos el verano
entero, quizá solamente para que los animales lo comieran.
-
¿De quién es?
-
¿Ésta? De Antonio.
-
¿El que se casó ayer?
-
El mismo.
-
¿Y aquélla?
-
De Antonio también.
-
¿Todas son de Antonio?
-
Los pobres se tienen que contentar con las peores.
El médico se dijo que era bien
triste cosa ser pobre en un pueblo de pobres. Preguntó a Alfredo por qué
Antonio no sacaba más dinero de la herrería.
-
Sacar, saca; pero una buena tierra da en un verano lo
que la herrería en tres años, y las que él tiene no valen nada. Además, son
pequeñas; en dos días todo el pan que recoge lo tiene en casa. Buena le espera…
-
¿Por qué? ¿Por casarse?
-
Ya verá cuando empiecen a venir los críos. Más le valía
no nacer…
-
¿Por qué, hombre?
Alfredo se había vuelto y le
miraba con firmeza, casi con rencor.
-
Para pasar hambre y miseria toda su vida, para eso se
casaron. Pág. 125
Hicieron un silencio. Alfredo, sumido en sus pensamientos,
había olvidado la trucha y hasta la pistola que, maquinalmente, seguía
apretando contra su pecho. De pronto se volvió al médico, como hacía cada vez
que quería echar fuera algo que maduraba en su cabeza largo tiempo.
-
¿Sabe qué decía mi padre?
-
No sé.
-
Pues decía que ustedes, los de las capitales, se pasan
la vida estudiando para luego, venir a sacarnos el dinero a los pobres.
El médico rió.
-
Ahora es al revés.
-
¡Ca!, no lo crea. Claro que no van a estudiar una
carrera para, luego, no sacar provecho. –Buscó en su bolsillo la navaja y,
apartándose un momento, cortó un mimbre que se entretuvo en mondar. –De todos
modos, con una carrera no venía a meterme yo aquí- y señaló con un ademán las
dos cadenas de montañas, flanqueando el pueblo. Pág. 131
-
A mi padre y a mí nos pilló la guerra en el pueblo y en
el pueblo nos quedamos. Cuando subí la primera vez, después, aún quedaban
muertos por estos sitios. Ahí, sin ir más lejos –señaló a su espalda-, a la
puerta del chozo, había tres que los enterré yo.
Parecía extraño que aquellos
parajes solos y mudos pudieran haber visto la guerra de que el pastor hablaba,
el paso y la muerte de tantos hombres. Aquel silencio amarillo y susurrante no
podía haber sido roto por una voz, un estruendo, un lamento; parecía tierra
inmutable, indiferente, donde todas las cosas habrían de desaparecer
irremisiblemente como la piedra, en polvo calcinado, sin dejar huella en su
dormida nada. Pág. 155
Sentada junto a la ventana,
miraba a los hombres reír. Dejaba su cuerpo al sol, que lo quemaba hasta
sumergirla en una sensación de aniquilamiento y vacío; sólo entonces se metía
en la sombra del porche. Era como su vida: un pausado encaminarse hacia la
nada, entre lejanos ecos de dolor, aburrimiento y deseo. Pág. 185
