Me vestiré de raso,
como visten
a desnudas serpientes tus histerias.
Me cargaré de pecas
estos hombros,
Que tanto farde, altivos,
pasearon…[1]
Estos versos, que creemos dieron título a su primer poemario en 1977, y “en ese cruce entre coloquialismo y elaboración poética, entre confesionalidad e ironía, entre narrativismo y dramatización, donde se constituye el estilo poético de García Hortelano, que materializa una concepción irónica, lindante muchas veces con el humorismo y el sarcasmo, que trata de desterrar cualquier sospecha de patetismo herededa de la tradición romántica. Se construye, así, una sentimentalidad representada, alejada de la exaltación romántica, que se cuestiona y analiza en el propio proceso de enunciación narrada, característica de la conciencia temporal y existencial, pero también crítica, que conforma su visión del mundo”[2].
Este primer poema que abre la obra y en nuestra opinión, uno de los mejores, muestra de alguna manera lo dicho anteriormente:
Imagina un propósito
de poema perpetuo.
Sensación sin fisuras
De poema continuo.
Campana encristalada
Por aceros de tiempo.
Imagina que fuese
vivir una tarea
de caricias y lágrimas
o músicas y letras
al fulgor de la lámpara.
Imagina, si puedes,
las mañanas sin culpa,
horizontes sin cables
eléctricos, designios
como rosas o pétalos
que cubran nuestros besos.
Imagina, obsesivo,
que mil cuerpos cambiantes,
asesinos del tedio,
nuestros cuerpos serían.
Oscilante escalera
sobre campos de plumas,
al hundirte en la carne
dorada de la playa.
Y túneles de sombras
y cortinas naranja
y los cuadros que siempre
deseamos, colgados
en inmensas paredes
a la luz de las olas.
Y pájaros sin pico,
jardines de la infancia,
grutas maravilladas
por su esplendor constante.
¡Y una tarde!, imagina
una tarde perfecta,
como sólo conjunción
de poema y de vida
puede darte. El mal gusto,
lenificante y leve,
imagina, si quieres,
por compensar con cremas,
con cromos y con grumos,
vociferantes crímenes
de afiladas caderas.
Imagina en la gruta
los amores de ciegos;
la sordera infinita,
en murmullos de estrellas;
o ese tacto primero
que va incendiando mundos.
imagina que fuiste
poeta sin saberlo
y un eco de nostalgia
de aquella voz queda.
No imagines, recuerda,
poeta vergonzante,
pordiosero de imágenes,
profanador de oficio,
plagiario, hermafrodito,
chulo de la Belleza[3].
Hallamos aquí “una escisión entre imaginación y memoria, proyectando la actividad del poeta hacia este último extremo”[4].
Con respecto a la composición, nuestro autor nos da una mezcla de formas métricas, “con predominio del endecasílabos combinado con el heptasílabo, aunque también con un sabio uso del verso libre y del alejandrino, y de estructuras, que van desde las más tradicionales, como el soneto, la copla, el romance… hasta la experimentación con estructuras anafóricas y enumeraciones novedosas, o la fragmentación narrativa, en ese espacio intermedio entre el poema y el relato que trata de hallar en muchos de sus poemas”[5].
En el 45,
acabadas las guerras –que creímos…-,
el aire no era igual,
ni las muchachas,
y también por entonces la alegría
de mentir o beber
o fornicar tenía
otros perfiles y otro precio.
En los mapas de entonces
-a otra escala-
Saigón estaba junto al Ebro[6].
En esta edición preparada por Antonio Martínez Sarrión que reúne versos póstumos e inéditos, caen en nuestras manos la caricatura y el esperpento, el amor y el desamor, el erotismo poderoso y turbador pero siempre tierno, la conciencia política e histórica pero siempre lúdica, la memoria infantil y la adivinación de la muerte.
Atardecer aquel,
de la ciudad perdida
de la infancia,
que yo pensé inmortal
y ahora en la memoria
yerto y lívido
aflora, ¿acaso
pretendes, impostura
de lo mejor que fui,
que era yo el niño aquel
en la ciudad dorada
de aquel atardecer?[7]
El aletear de la muerte –escribe Martínez Sarrión- en un trabajo escrito, por cierto, cuando ésta no le había mandado aún aviso alguno (1984), es elemento que no puede dejarse fuera a la hora de, fugaz y desmañadamente, abocetar los pilares y recurrencias de estos versos y de algunos de los arracimados en el libro de 1977. Estremece, en el que ahora ve la luz, esa dilatada secuencia con el que se va a cerrar, que tituló “La importancia de mi muerte” (Letanía). Ahí, en la estela del Quevedo más descarnado, que modula y rehace, como es sabido, temas y modos muy presentes en nuestra lírica medieval, de intención tan satírica como moralizadora, alcanza García Hortelano alturas poéticas de una concisión, belleza, intensidad, malicia y emoción personalísimas y perdurables[8].
No me importaría morir
con aguacero,
pero carezco de
paraguas.
Si no hubiese nacido,
no me importaría;
pero ¿qué necesidad de
morir tengo yo,
si he nacido?
Si se me asegurase,
con aval del Banco
Vaticano,
una resurrección y
para siempre,
no me importaría
morir.
Si muriésemos juntos,
Me importaría
doblemente.
Si no apareciese tanto
a la ópera,
Me importaría poco la
muerte.
No me importaría morir
si se enamorase de mí
una monja
y yo me comportara
como un caballero.
No me importaría
morir,
si esa mirada tuya
fuera eterna.
Mas tampoco es eterna
tu mirada.
No me importaría
morirme,
si fuera sólo por las
mañanas.
Y no todas las
mañanas.
No me importaría morir
abrazado a la Bandera
y con Su Nombre en los
labios,
sobre un escenario.
No me importaría morir
el 12 de octubre de
1492.
No me importaría,
si supiese cuándo
deseas tú
que me muera.
Si aún fuese niño,
no me importaría morir
a los treinta años.
A los veinte años
no me habría importado
nada morir.
(Pero tampoco me
concedía el capricho).
Si me importase morir
cuando pierdo,
sería mayor cadáver
viviente todavía.
No me importaría
quedarme muerto
entre tus piernas,
porque en esa fosa se
resucita.
No me importaría
morirme
sin haber vuelto a
Zaragoza.
Ahora, por ejemplo,
no me importaría
morirme,
de no ser porque
mañana
tengo hora con el
dentista.
Si yo hubiese sido
Hitler o Franco,
a vosotros os habría
importado
que yo hubieses
nacido.
Me importaría menos,
si llego a nacer
Unamuno
o Rimsky-Korsakov.
Si tú murieses,
me importaría mucho
morirme,
porque ya no podría
matarme.
Me importaría quedarme
sin mi cuantiosa pobreza
si para ello tuviera
que morirme.
No me importaría morir
si hubiera llegado a
conocerme.
No me importaría morir
si lograse recordar
para qué he nacido.
No me importaría morir
de pena, como tantas
veces.
No me importaría
morirme,
si la muerte no fuese
una cosa muy seria.
No me importaría
escribir que no me importa
si tuviese talento
para escribir mentiras.
Quizá si me gustase el
mundo,
morir no me
importaría.
No me importaría morir
si restituyese la vida
a quienes me la dieron.
Si mi trabajo
estuviese bien remunerado,
no me importaría, por
mis herederos.
Pero con tal sueldo
basta apenas
para ir titando vivo.
No me importaría
morir,
si hubiese sudarios de
mi talla.
Tú, precisamente tú,
recuerda que no me
habría importado.
Pero no me mataste.
No me importaría morir
de suicidio.
Ahora bien, de
suicidio en legítima defensa.
Soy yo muy sedentario,
para gustar de esa
mudanza
de inestabilidad tan
zafia.
Si hubiera aceptado
amarme
las cien mil que he
deseado,
¡qué dulce muerte!
Soy yo muy valeroso
para morir de miedo.
Mientras conserve mi
memoria
presentes tus
rodillas,
mayor necesidad
de morirme no tengo.
Celebraría, no morir
pero sí quedarme manco
después de estrechar
la mano
de cualquier Emperador
del Imperio Americano.
En cualquier otra
hipótesis
me importará morirme[9]
La sensibilidad poética de Hortelano –escribía Carlos Bousoño- es manifesta: su asimilación de ciertos modelos (Jaime Gil de Biedma y Ángel González) también. Hortelano es inteligente y ello se ve en sus versos, que se desarrollan precisamente desde ella[10]. Si en la novela nos ha dado obras personales e intensas, en su poesía nos ofrece “la riqueza de sus perspectivas y sensibilizaciones”. Sus versos nos amplían “el respeto por su figura literaria, nos lo acerca más a nuestro propio ser. Adivinamos en el autor espacios espirituales que desconocíamos”[11].
Hay una frase faulkneriana en la que se afirma que todos los novelistas quieren ser poetas, y cuando descubren que no pueden, prueban con el relato, que es la forma más exigente después de la poesía. Juan García Hortelano, medio en serio medio en broma, había expresado en numerosas entrevistas su deseo de ser poeta. En la reseña a su obra póstuma, Juan Cruz se preguntaba: “¿Y cómo resistió al final el dolor de sentirse vencido por la enfermedad del tiempo? Pues, escribiendo. Escribiendo como el poeta que era siempre: cuando esperaba el autobús del funcionario, cuando respondía al teléfono o cuando limpiaba el sudor frío del vaso largo de Gordons con tónica”[12]. Es decir, lo que nuestro autor llamaría “pluriempleo del poeta”:
Pluriempleo del poeta:
el cantautor le presta
la letra,
el templagaitas pone
la melopea
y venden discos a
paleta.
¡La Musa que los
parió![13]
[1] Juan García Hortelano, Echarse las pecas a la espalda, Ediciones B, Barcelona, 1999, p. 20.
[2] Juan José Lanz, “La Musa ataca de nuevo. Juan García Hortelano y la poesía”, CAMPO DE AGRAMANTE, nº 21, Jerez de la Frontera, 2014, p. 117.
[3] Juan García Hortelano, “Requerimiento y rencor”, op., cit., pp. 9-11.
[4] Juan José Lanz, art., cit., p. 112.
[5] Juan José Lanz, art., cit., p. 119.
[6] Juan García Hortelano, “Explicación de la senectud”, op., cit., p. 38.
[7] Juan García Hortelano, “Deuda fraudulenta”, en La incomprensión del comercio, Ediciones B, Barcelona, 1999, p. 90.
[8] Antonio Martínez Sarrión, “Juan García Hortelano, poeta”, op., cit., p. 75.
[9] Juan García Hortelano, “La importancia de mi muerte”, op., cit., pp. 119-124.
[10] Carlos Bousoño, “Poesía de Juan García Hortelano”, COMPÁS DE LETRAS, nº 2, Madrid, 1993, p. 180.
[11] Carlos Bousoño, art.., cit., p. 181.
[12] Juan Cruz, “Mire usted, yo soy un poeta”, EL PAÍS, 15-7-1995.
[13] Juan García Hortelano, “Canción para no ser cantada”, op., cit., p. 109.