En las calles del Madrid en guerra –escribe García Hortelano- hice mi aprendizaje, que resistió la educación a que luego me sometieron en los internados de curas. Nunca olvidaré, porque nunca he vuelto a sentirla, aquella alegría de vivir. Tan inimitable fue que ni el recuerdo la desfigura, ni la nostalgia la falsea. Por eso, aunque reacio a opinar sobre mi literatura, siempre he sostenido que las páginas más auténticas que he escrito son unos pocos cuentos y relatos de aquella infancia. El profesor Sanz Villanueva afirma lo mismo de todos los relatos de todos los que fuimos niños de la guerra. Quizá no haya sido capaz de escribir una novela sobre mi infancia en guerra, por pura incapacidad de mantener sostenidamente esa autenticidad, siempre a riesgo de perder la naturaleza literaria por ausencia de fingimiento. En aquella ciudad aparecieron, de pronto, mujeres que vestían pantalones. Olvidé la escuela. Supe de heroísmos y aprendí a callar, a cargar con la doblez y la traición. En cualquier momento de una mañana soleada caía una bomba o explotaba un polvorín y la calle se hundía. No había tiempo para hacer el amor crudo. Era muy bella la vida y los atardeceres, antes de que las calles de mi barrio cayesen en las tinieblas, el infinito regalo de una naturaleza congruente. Durante muchas noches aquel niño que yo fui estuvo dispuesto a morir.
Madrid fue conquistada, humillada, ofendida y prostituida. De aquella ciudad todavía rastreo las huellas por este Madrid. Aquellos años, lo más valioso que mi memoria guarda, se fueron ganando, pero en mí permanecen incólumes, veracísimos, como si yo hubiera sido uno de aquellos muchos niños que murieron y todos estos años, que la niebla del tiempo confunde, no fuesen sino los últimos segundos de una vida que se empeña en proyectarse imaginariamente. No quiero olvidar, ni podría. En mi infancia, regida por el horror y la desmesura, tuve un sentimiento de libertad[1].
Quizá esa sensación de libertad está exageradamente descrita porque después vinieron los años de absoluta clausura. Vimos cómo el propio García Hortelano reconocíase un niño difícil, y que con la muerte, sobre todo de su padre, su madre no tuvo más remedio que llevarlo a un internado durante esos años de rebeldía e insumisión que conlleva la adolescencia.
Para quienes iniciábamos la segunda enseñanza al iniciarse la cuarta década del siglo, las diferencias entre la orden ignaciana y la orden calasancia eran todas. Algunos habíamos coronado nuestro parvulario en la escuela de la calle, en las atrincheradas y parapetadas calles de la zona roja. Se trataba ahora, en los albores de la cuarentena franquista, de apartarnos de los caminos de la vida y de inculcarnos los hábitos y los manejos de la ciencia de la ignorancia. A los más pobres de los díscolos se nos destinó entre los variados ergástulos de la época a algún internado de los que regentaban los padres escolapios. Pronto aprendimos allí todo lo que no se debe y todo lo que, gracias a la persistencia de las ideas toscas, ya no se puede rectificar. Nos formaron el carácter[2].
En apenas diez páginas, el escritor recuerda y narra –con cierto humor recuperado- en primera persona y en tiempo pretérito, su experiencia en los internados. La diferencia con los cuentos anteriores es que en “El cielo parduzco o mística ascética”, el narrador-personaje, ni su voz es la de un adolescente que narra, sino la del adulto que recuerda, ni va a ser el protagonista central de ninguna anécdota, sino que deja paso a nuevos personajes. Así, conoceremos, al padre Matallanas, sobre todos los docentes, y a algunos de los alumnos, como Treviso o Domingo Pedregoso (enamorado, al parecer, de Treviso, pero que deshogaba su pulsión con una gallina). Lo común con los cuentos anteriores es que a los recuerdos van unidos, de nuevo, las lecturas de bachillerato (las obligadas y las prohibidas) y la mención de algunos personajes históricos o de la época, y esa voz quebrada, del mejor narrador, que venimos subrayando: “El tiempo no pasaba y se tenía la impresión de que, cuando acabase el curso, cumpliríamos treinta años. Sufríamos tristezas anonadantes, de esas que hacen más alegres los días lluviosos que los soleados”[3].
Insisto –dice Hortelano- en la semejanza que hay en la reinserción del soldado que ha combatido, en la vida civil, después de cualquier guerra, y la de los niños, porque lo he pensado muchas veces. Total, que ya mi madre se hartó, como muchas madres, y me metió en el internado aquel de los Escolapios de Getafe, horribles, del que no tengo malos recuerdos aunque los recuerdos a veces sean espantosos[4]. Entre las anécdotas, (tanto en su ficción como en su realidad), destaca la agonía de Voltaire contada por el padre Matallanas.
- Padre –le instaba en momento propicio alguno de los mayores-, que lo de la agonía de esa bestia inmunda de Voltaire ya lo hemos oído cuatro veces en lo que va de curso y luego a los pequeños les sienta mal la cena. Esas cosas, padre, no se cuentan en los colegios de los jesuitas.
Quien no haya oído relatar al padre Matallanas la agonía de Voltaire no conoce lo que es repugnancia. Uno acaba cogiéndole asco al propio Voltaire. Sin embargo, el padre Matallanas persistía en acumular pus, visto el incremento de confesiones espontáneas que producía la agonía de Voltaire.
- Sáltese usted por lo menos cuando se abrió las entrañas a cuchilladas y, con los intestinos en las manos, se los mordía intentando aliviar el atroz escozor de las hirvientes vermes de su incurable sífilis, mientras por su hedionda boca expulsaba a cada eructo una pareja de babosos sapos. Que eso, de verdad, padre Mata, no lo cuentan ni siquiera los maristas[5]-
Con excepción de los diálogos (escasísimos, por cierto, en estos dos cuentos), la forma de contarlo en el cuento y de contárselo a Rosa María Pereda en la entrevista, es prácticamente la misma:
En fin, en aquel colegio de los escolapios me pasaron muchas cosas que de
algún modo están contadas. No se si te acuerdas de un cuento que apareció en el
número de Hiperión dedicado a los jesuitas… Bueno, era todo autobiográfico, y
el colegio es precisamente éste. ¿Que qué me enseñaron los curas? Mira, no me
enseñaron casi nada. En este cuento hay algo maravilloso que yo recuerdo, que
era un cura que nos contaba siempre, hacia las siete de la tarde, en una
iglesia enorme y sin luces, apenas tres o cuatro velas encendidas, cómo había
muerto el impío Voltaire. Ocurría que los mayores le pedíamos siempre al cura
que lo contara y claro, a los pequeños les sentaba mal la cena, porque era una
porquería cómo había muerto el impío Voltaire… En medio de toda su terrible
muerte, por ejemplo, se abría las tripas, se sacaba los intestinos, que lo
tenía llenos de caca, en fin, era una porquería absoluta, todo para contar la
muerte del impío, del ateo. Bueno, éramos unos niños muy escépticos, y lo del
impío lo más que te daba era asco, porque el tío era muy asqueroso, lo contaba
muy bien. Siempre que hablo de Voltaire, escritor por el cual no tengo una
suprema admiración, pero que me gusta leer de vez en cuando, y que lo he leído,
y que me es simpático, pues… pues no puedo por menos de pensar que el impío
Voltaire murió como murió, y eso quiero decirte que nos dejó muchas huellas y
casi todas eran malas[6].
Por nuestra parte, hemos encontrado en el trabajo del profesor Francisco Lafarga Voltaire en España (Universidad de Barcelona, 1982) y más concretamente, en su artículo “La muerte del filósofo”, la reconstrucción y descripción de cómo sucedieron los hechos a través de cartas, biografías, obituarios y otros textos. En el ámbito español –escribe Lafarga- la figura del philosophe más relevante, podríamos decir, el filósofo por antonomasia, es Voltaire, en quien parecen converger las iras de los apologistas de la religión católica y los defensores de la tradición en la política, la moral y la ideología”[7]. Según el profesor, Voltaire, había expresado el temor a ser arrojado en un vertedero como ocurría con los que morían sin recibir la extremaunción y, en el caso de pecadores públicos y conocidos, sin hacer retractación formal de sus faltas. Famosa se hizo así su “muero en la religión católica, en la que nací, esperando en la divina misericordia que se dignará perdonarme todos mis yerros, y que si acaso hubiese escandalizado a la Iglesia pido perdón a ella y a Dios”.
Todo esto sucedió entre
finales de febrero y principios de mayo, momento en que su salud se quebrantó definitivamente. Parece
que el excesivo café que tomaba como estimulante, y que finalmente le produjo insomnio, mezclado con el opio que le
aconsejó uno de sus amigos, le
hicieron caer en una postración de la que no había de recuperarse. El
relator cuenta con detalle los últimos días del filósofo, insistiendo al
empezar que conservó sus sentidos
hasta el final, de tal modo que su falta de arrepentimiento debía verse como algo consciente y voluntario, y no fruto del
delirio o la inconsciencia. Con
todo, los terribles dolores que padecía, debidos a una infección en los riñones y a la retención de orina, le hacían
enfurecerse sobremanera: “En medio
de tanto padecer, el desgraciado Voltaire no fue filósofo ni cristiano, antes, por el contrario, se mostró aun
menos que hombre, pues que no supo sufrir
a ninguno de los que le asistían, ni fue tampoco capaz de sufrirse a sí mismo. Muy a menudo se enfurecía y
desesperaba, de modo que es imposible explicarlo; gritaba a cada instante, exclamando: ¡Ay de mí! Que me quemo,
echadme en un baño helado.
Blasfemaba, amenazaba, vomitaba las mayores injurias, particularmente contra los que le asistían, y los
castigaba cuando se le acercaban” (págs.76-77).
Llegados los sacerdotes y habiéndole hecho a Voltaire todas las recomendaciones posibles para que se retractase y pidiese confesión, éste rechazó con obstinación y furor los sacramentos; y así, desasistido, murió entre terribles dolores: “Poco antes de expirar tuvo grandes convulsiones, haciendo tales gestos que atemorizaron a los circunstantes. La enfermera Roger, sin embargo de estar acostumbrada a ver y a asistir moribundos, poco le faltó para morir de espanto, y confiesa que estuvo muchísimo tiempo después sin poder borrar de su fantasía la horrible imagen de Voltaire moribundo. Madame Bardi, mujer del cocinero de Voltaire, quien le asistió en los últimos cuatro días de su enfermedad, fue tan penetrada del temor viendo los ademanes, las bascas y la desesperación de su amo en aquellos extremos, que cayó gravemente enferma” (págs. 104-105)[8]
Con respecto a otro de los personajes, Treviso, sucede casi lo mismo que con el señor Pedro, que su historia parece conformar un cuento en sí:
Hacía dos cursos que, sin que se hubiesen producido señales premonitorias, apareció una mañana, a mitad de la clase de griego. Era más alto, era guapo, tenía distinción de otra raza y vestía como nosotros creíamos entonces que vestían los ingleses. Nunca consiguieron que se pusiese el mandil. Había sido expulsado de un colegio de jesuitas por organizar, sobre su pupitre y en horas de estudio, carreras de ladillas. Antes de una semana fue idolatrado.
Por delicadeza, Treviso eludía explayarse sobre las condiciones materiales de vida de su antiguo colegio, limitándose a reiterar su asombro de que allí viviésemos como vivíamos. Siempre en el centro de un corro de embelesados, prefería criticar acerbamente los métodos de nuestros maestros. Ni siquiera nos transmitían aquellos clérigos ignaros una idea decente de pecado. Nos hablaban de un infierno de bambalinas, con una declamación copiada a don Enrique Rambal en Enrique de Lagardère, El jorobado, armados de una teología de monaguillos y con una insufrible propensión a la cazurrería, al dicharacho, a la zafiedad y a la violencia hombruna. Ciertamente, nuestros predicadores nos inculcaban la idea de que la entrada en la morada del Padre nos la tendríamos que ganar en esta vida terrenal como jornaleros, como valientes soldados, como hombres, a guantazo limpio. A diferencia de los jesuitas, nuestros escolapios carecían de un sentimiento refinado de la culpa.
- Para estos curazos el pecado más exquisito es la gula.
-
Pues tú –le argüían los menos pasmados de sus
admiradores- menudas carreras de ladillas que organizabas…
Treviso desdeñaba responder a quien dudaba de su capacidad de provocación, cuya eficacia pronto pudimos comprobar. Con una sagacidad y una previsión impropias de su poca edad, repetía que nos estaban educando para perder, que nos estaban preparando para que fuésemos unos perfectos fracasados satisfechos. Y él, a quien le habían inculcado la moral contraria en su antiguo colegio, no estaba dispuesto.
En aquella comunidad a lo más que se llegaba la vanguardia crítica del alumnado, en sus momentos de hartura, era a objetar el Alloquium de Dei exsistentia, de San Anselmo. Se objetaba por entretener al cura y que no preguntase la lección, por desesperarle, por propia desesperación. Ahora bien, si el objetante se empecinaba, corría el riesgo de recibir un par de bofetadas, con independencia de que Dios existiese o no. Otra impertinencia consistía en preguntar por las analogías y diferencias entre comunismo y capitalismo, lo que solía resultar inútil, pues ese tipo de sutilezas eran sinceramente ignoradas por nuestros educadores.
Hasta que llegó Treviso, el más eficaz ataque al poder constituido había sido la blasfemia contumeliosa corriente y moliente, la ordinaria. Treviso nos enseño a herir donde más dolía la noche en que, interrumpiendo la lectura de Floresta de leyendas y centón de sucedidos que amenizaba nuestras colaciones, preguntó al padre prefecto cuándo se nos iba a llevar a ver el Goya.
- ¿De qué Goya habla usted, Treviso?
- De un baturro que fue alumno de ustedes y pintó una cosa titulada La última comunión de san José de Calasanz, que la orden dice guardar en un convento a no muchos kilómetros de éste.
- Déjese de bromas insolentes y siga leyendo la Floresta.
Encontrado el filón, se desató una avalancha inquisitiva tendente a poner de manifiesto las –comprensibles- lagunas informativas del profesorado, tanto en letras como en ciencias. Capitaneados por Treviso, cuando uno no exigía que se explicase el principio de Arquímedes, otro, guareciéndose el rostro preventivamente, solicitaba que, en adelante, se dejase de incluir El alcalde de Zalamea entre las obras de Lope de Vega. Jamás tanto clérigo consultó tanto el Espasa.
Una mañana, con la misma sencillez que había aparecido, desapareció Treviso. Pero, a partir de esa misma mañana, comenzó su leyenda. Se decía que, reclamado por sus naturales padres, había regresado a su anterior colegio, como quien baja y sube de la gloria al infierno sin pasar por el purgatorio. Se sospechaba que había sido un agente infiltrado por la batuta compañía. En todo caso, su figura, sus ideas, sus maneras, fueron mitificándose y, dos cursos más tarde, en el año de la reválida, cuando Pedregoso y yo nos quedamos sin vacaciones de Pascua, había quien creía, como el padre Matallanas, que el Maligno había tomado la forma carnal de Treviso para sembrar la confusión entre nuestra ruda hueste, mientras los más finos susurraban que Treviso había sido en realidad san Luis Gonzaga.
Lo que luego sería de nosotros es otra historia. Como entonces no pudimos sospechar, con el transcurso de los años fuimos olvidando lo que sabíamos entonces y entonces ignorábamos saber. Algo, sin embargo, ha resistido a la degradación de la edad y es la certidumbre de que el sentimiento de culpa y a la cochambre, perpetúan la miseria. Así, cuando nos reunimos los antiguos alumnos, seguimos abominando de la educación que nos dieron. Pero siendo todos una panda de perdedores, supongo que también a ellos les queda, al menos, esta satisfacción mía de no haber pisado nunca un colegio de jesuitas[9].
No sabemos si
Treviso, existió o no, pero en estas líneas de ficción, vemos cómo se han
vuelto a colar lecturas y anécdotas que pertenecieron al mundo real de
Hortelano. Con respecto al valenciano Enrique Rambal (1889-1956) actor y
director de teatro - padre del también actor Enrique Rambal Sacía- fue
considerado uno de los renovadores del montaje teatral en España y América, y
especializado en grandes espectáculos de géneros como el policíaco, el
melodramático o el folletinesco. De entre sus mejores producciones se citan Cyrano de Bergerac, Miguel Strogoff, El
mártir del calvario, Fantomas, El conde de Montecristo… y El jorobado (o Enrique de Lagardere) una
adaptación de la novela “de capa y espada” escrita por Paul Féval en 1857,
ambientada en el París Luis XIVy en el que se mezclan personajes históricos y
de ficción. Tal es el príncipe de Gonzaga (que no es el Gonzaga que aparece al
final del fragmento, San Luis Gonzaga, jesuita italiano, muerto en
Suspira un poco Hortelano. Porque, aunque no lo dice así directamente, sí que se nota en su relato que, al fin, le hubiera gustado que las cosas fueran de otra manera. Y le hubiera gustado por puro sentimiento de justicia. Está cómodo Hortelano hablando de esta época, con una especie de nostalgia del mal, o tal vez de esa adolescencia quizá más palpable por prohibida. Y con ese magisterio en la narración, cuenta: “Tenían y tienen los Escolapios uno de los mejores cuadros de Goya, que es La última comunión de San José de Calasanz, cuadro espléndido que estaba y creo que aún está en el colegio de la calle Hortaleza. Los mayores y cultos del Getafe, siempre pedíamos –entre otras cosas, para venir a Madrid, y para no tener clase, no creas que era sólo por la cultura-, pedíamos, digo, que nos trajeran a ver ese cuadro, y la verdad es que no sabían muy bien quien era Goya. Sabían que el cuadro valía dinero, pero nada más. Era una educación terrible, memorística y rígida…”[11]
Pintado en 1819
para las Escuelas Pías de la iglesia del Colegio de San Antonio Abad de Madrid,
con destino al altar de la anexa Iglesia de San Antón de una de las capìllas
laterales, actualmente se encuentra en la Comunidad de la Residencia Calasaz
que tienen los Padres Escolapios en la calle Gaztambide de Madrid. Cuentan que
Francisco de Goya devolvió 6000 de los 8000 reales que había recibido como
adelanto al entregar el lienzo, junto con otra obra Cristo en el huerto de los olivos, acompañado de una nota de
agradecimiento a su “paisano” José de Calasanz, fundador de las Escuelas Pías y
donde el pintor había estudiado. El cuadro muestra a José de Calasanz
comulgando por última vez a los noventa y un años en la Iglesia de San
Pantaleón en Roma. El santo aparece arrodillado, con rostro moribundo, e
iluminado por una luz divina, dotando la oscuridad de la escena de misticismo.
La obra prerromántica ha sido expuesta de forma temporal en el Museo Nacional
del Prado.
A falta de psiquiátrico donde enviarnos y a fin de que fuésemos repasando las pendientes, a principios de agosto se nos abrieron de nuevo las puertas de aquel internado en el que se nos enderezaba a golpes la torcedura moral, fruto de los callejeros y relajamientos de la zona roja. Unos días antes los enemigos del padre Matallanas habían desembarcado en Sicilia y, en tierras de Getafe, el grueso de los aliadófilos de quinto nos encontramos anticipadamente recluidos en un caserón por el que apenas circulaba los más vetusto de la orden, los fámulos más derrengados y lo peor de cada curso. En funciones acumuladas de rector y de prefecto, reinaba el padre Matallanas sobre una comunidad, mitad de santos, mitad de golfos, unánimemente flagelada por el feroz calor de los primeros veranos que siguieron al triunfo de la cruzada. Cuando llegaba el crepúsculo y la temperatura en los aledaños de la estatua del santo fundador aumentaba en ocho grados, no podíamos concebir el final de aquella encerrona, el comienzo (sin solución de continuidad para nosotros) de un nuevo curso, que alguna vez la nieve volviese a cubrir aquellos calcinados páramos[12].
Cuento de apenas seis páginas en nuestra edición, “Detrás del monumento” supone a la vez, una continuación (del relato anterior), un cierre (de la época del internado), y un flashforward, una incursión al futuro. Es continuación porque aparecen los mismos personajes, el mismo humor socarrón recordando las anécdotas y el mismo lenguaje culto y rebuscado para narrarlas; es un cierre porque será el último relato de esta época; es una incursión en el futuro por su quiebro final:
Sin embargo, mientras pasaba el verano y pasábamos los exámenes, mientras comenzaba un nuevo curso interminable e incluso llegaba aquel frío de los sabañones, dolorosísimos como la agonía del impío Voltaire, mientras vivíamos la subversión de las reglas calasancias que supuso la aparición de Treviso expulsado de un internado de jesuitas, resultaba cada vez más congruente recordar que habíamos encontrado un esqueleto; un zapato de tacón alto, una ardilla disecada y una garduña viva, como quería recordar Domingo. Y quizá porque la luz de la linterna nunca llegó a la bóveda de aquel ábside amurallado, la fuerza de la costumbre no acabó de habituarnos al misterio del recinto, como muchos años más tarde nos habituaría a la vida la costumbre de vivir. Y con todo, allí me fue posible experimentar el presagio de una juventud eterna, que pronto dejaría de cumplirse, la seguridad (tempranamente perdida) frente al caos, una esperanza, no defrauda nunca, de recordar en el futuro la tiniebla voraz y acogedora. Y, además, no constituyó la menor enseñanza de aquel verano la humillación de compartir el prodigio con un ser tan rastrero como Mingo.
- Me acuerdo yo –me diría Pedregoso, cuando vino a verme al despacho, para embrollos administrativos, recién heredadas las tierras ribereñas del Tajo que su padre había comprado con los beneficios del estraperlo en los años perdidos- y te tienes que acordar tú la vez que desnudamos a la santa y la escondimos en lo hondo, detrás del altar. ¿A que sí te acuerdas?
- Sí. Porque probablemente nunca conseguimos salir[13].
La anécdota a la que se refiere da precisamente el título del cuento. El padre Matallanas decide mantener a los chicos ocupados en labores del internado (cocina, huerto, iglesia…) y a nuestro narrador junto a Domingo Pedregoso les encarga desarmar la estatua de la santa Clotilde (floreros, candelabros…). Allí detrás del monumento encuentran una suerte de habitáculo secreto en el que pasan el tiempo escondidos de todos y de todo.
Las horas se nos iban en el templo con apacible rapidez. Una relativa frescura, el silencio, las formas y el vino sin consagrar que consumíamos en la sacristía, aquel olor, embebían el tiempo. Cuando no hacíamos eco gritando, pensábamos en cosas o explorábamos los ámbitos litúrgicos. Daba mucha paz, sentado en un banco, meditar sobre la inexistencia de Dios. Desde el púlpito se experimentaba un extraño dominio, la certidumbre de una hermosura inútil.
- Ven, ven –susurró una mañana Mingo desde detrás del monumento, donde investigaba algunos trozos desprendidos del retablo.
Tras las tablas arrancadas, la entrada en el muro apenas era mayor que una gatera. Tardamos en decidirnos a penetrar en las tinieblas, provistos de cuatro candelabros.
Nos juramentamos para mantener secreto el descubrimiento y ambos cumplimos el juramento. Allí dentro nunca hablábamos. Nos instalábamos en la pútrida oscuridad del recinto, resistiendo el miedo siempre que no imaginásemos la altura que podía haber sobre nuestras cabezas. Hacía frío y las piedras de los muros rezumaban humedad[14].
Con respecto al
espacio, ya dijimos que no ha habido variación; con respecto al tiempo, y con
excepción de ese salto del futuro, son hechos acaecidos los años inmediatos de
posguerra, aunque el narrador vaya adelante y atrás: “A la espera de los hielos
que indefectiblemente traería la primera glaciación de la posguerra, el padre
Matallanas estaba supuesto de ilustrarnos, además de en la ciencia matemática
(que era lo suyo), en todas las otras materias de la universal sabiduría
exigidas por el Plan del
El Plan del 38, año en el que se aprobó –nos cuenta Rafael Brines- y que fue “suprimido en la primera mitad de la década de los años cincuenta”, al parecer consistía en siete cursos, “a los diez años, tras la primera enseñanza en escuelas nacionales o colegios privados, se realizaba el examen de ingreso en el bachiller, así se llamaba de forma abreviada, prueba que podía efectuarse en los institutos o en los colegios”. Una vez superada esta prueba se iniciaba en octubre el primer curso. “Las asignaturas eran lo más variado, pues se alternaba ciencias y letras: Matemáticas, Física y Química coincidían con Literatura y Filosofía; además, durante los siete cursos se aprendió un idioma latino, generalmente, francés, y a partir del cuarto año había que escoger una segunda lengua extranjera, en la mayoría de los casos el inglés. Además, el latín era asignatura fija, y no por precepto religioso, sino por ser la base de nuestro idioma nacional. Hay que recordar que en aquellos tiempos se asistía a clase los seis días laborables de la semana; no se descansaba el sábado, y la única vacación, aparte del domingo, era el jueves por la tarde. No olvidemos que en los centro de trabajo ocurría lo mismo. Volviendo al bachillerato del Plan 38, el alumno salía muy preparado en temas generales; pues quienes después se dirigían a una carrera de Ciencias sabían algo de latín y quienes eran Cervantes y Shakespeare, y los que pasaban a una Facultad de Letras, Filosofía o Derecho, conocían la regla de tres y la raíz cuadrada. Cuando se finalizaba el Bachillerato, para acceder a la Universidad era necesario el Examen de Estado, que suponía un balance de los estudios de esos siete años, y que se realizaba ante un tribunal presidido por un catedrático de Universidad”[17].
Con respecto a
la invasión aliada de Sicilia, comenzó en la noche del 9 de julio de 1943 y
terminó el 17 de agosto con una victoria por parte de los aliados. Este citado
desembarco en la isla fue denominada “Operación Husky” –la más grande de la
Segunda Guerra Mundial- que empezó con una gran operación anfibia y aérea,
seguida de una campaña terrestre de seis semanas, dando origen a la campaña
italiana.
Finalmente, rescatando las lecturas y los autores de esta adolescencia, se menciona la revista Crónica (editada en Madrid entre 1929 y 1938, dirigida por Antonio González Linares y en la que colaboraban las firmas de César González Ruano, Elena Fortún, Enrique Díez Canedo…), de nuevo a Manuel Machado y a Santos Chocano: “En aquel tiempo Fernández había descubierto en la biblioteca paterna a Manuel Machado y a Santos Chocano, y en la penumbra caliginosa del jardincillo nos recitaba, entonándolos, poemas galantes y selváticos, que trataban de mujeres malas fuera de la sociedad y de caimanes que vivían eternamente prisioneros en el palacio de cristal de un río. Estos últimos, de fauna amazónica, entusiasmaban a Pedregoso y Fernández accedía siempre al bis”[18]. Conocido como “el cantor de América”, José Santos Chocano fue un poeta peruano cuya obra, inspirada en los paisajes y en sus gentes, supone una poesía épica de tono grandilocuente, .muy sonora y llena de color, aunque también produjo una poesía lírica más intimista, dentro del canon modernista. Entre sus poemarios se citan Iras santas (1895), En la aldea (1895), Alma América (1906)…
Como decíamos, este relato es también una despedida, pero nadie mejor como Juan García Hortelano para hacerlo:
Como en el colegio ya daba demasiados problemas, recomendaron a mi madre
que me sacara de interno y me trajese a los Escolapios de Madrid en el último
año del bachillerato. Entonces conocí también gente importante, y, sobre todo,
vi otro tipo de gente, que era la que yo había perdido en la guerra, que era
gente popular, porque aquí, en el colegio del barrio Salamanca, convivíamos
extrañamente gente de todas las clases, el hijo del lechero y el hijo del
médico… Yo ya estudiaba más, había cogido ciertos hábitos de trabajo, y se me
había pasado la golfería, las novias esas con las que me quería fugar a
Inglaterra. Y entonces empecé a estudiar la carrera, la típica carrera aburrida
y sin ningún interés, en Madrid, en el viejo San Bernardo, donde me fui
politizando. Pero eso ya es la historia de la Universidad[19].
[1] Juan García Hortelano, “Vivencias infantiles de la guerra civil”, EL PAÍS, mayo de 1986.
[2] Juan García Hortelano, “El cielo parduzco o mística ascética”, op., cit., p. 404.
[3] Op., cit., p. 405.
[4] Rosa María Pereda, op., cit., p. 26.
[5] Op., cit., p. 405.
[6] Rosa María Pereda, op., cit., pp. 30, 31.
[7] Francisco Lafarga, “La muerte del filósofo”, Cuadernos de Estudios del Siglo XVIII, núms. 10-11. Oviedo, Instituto Feijoo de Estudios del Siglo XVIII, Universidad de Oviedo, 2002, pp. 63-74.
[8] Art., cit., pp. 66, 67.
[9] Op., cit., pp. 410-413.
[10] Rosa María Pereda, op., cit., p. 31.
[11] Rosa María Pereda, op., cit., p. 31. El escritor apunta a la ignorancia de los eclesiásticos, y pudiera ser, que entre aquellos profesores hubiera algún docente inepto, como los hay en todos los centros educativos. Pero bien sabido es, que las mejores bibliotecas occidentales, han estado en manos de, y cuidadas por, la iglesia, casi siempre.
[12] Juan García Hortelano, “Detrás del monumento”, op., cit., p. 414.
[13] Op., cit., p. 419.
[14] Op., cit., p. 418.
[15] Op., cit., p. 415.
[16] Op., cit., p. 417.
[17] Rafael Brines, “Los que
estudiamos con el Plan
[18] Op., cit., p. 416.
[19] Rosa María Pereda, op., cit., pp. 32, 33.