José Manuel Caballero Bonald nace el 11 de noviembre de 1926 en Jerez de la Frontera, de padre cubano y madre francesa. En su ciudad natal hace el Bachillerato, los estudios de Naútica y Astronomía en la ciudad de Cádiz, y finalmente, Filosofía y Letras en las ciudades de Sevilla y de Madrid. La guerra le cogió en un pueblo de la sierra gaditana, Villaluenga del Rosario, y de la experiencia hablará en novelas y poemas:
Cuando empezó la guerra –escribe- yo tenía nueve años, es decir, que también tenía una capacidad poco menos que religiosa para las más turbadoras fijaciones emocionales […] Entreveo aún el atroz e imborrable trauma provocado por la secreta expedición infantil al sitio donde fusilaban a quienes, desde mis nieblas educativas, consideraba enemigos… he contado alguna de esas experiencias en una novela mía y en varios poemas[1]
Hacia 1952 publica su primer libro de poemas y pasa a formar parte de la generación poética de los 50 junto a Valverde, Gil de Biedma, Barral… que estudiaremos en la segunda parte de esta tesis al abordar la antología de Juan García Hortelano.
Pero diez años después presenta la novela Dos días de septiembre y logra también el reconocimiento como narrador.
Su trayectoria profesional aúna como la de muchos de sus amigos, conferencias y cursos, premios y reconocimientos, desde Madrid, hasta Bogotá, pasando por Francia y Estados Unidos, y estableciendo su hogar literario en Sanlúcar de Barrameda.
Aguas
de un río baten mi memoria.
Piedras
con musgo insomne de Sanlúcar
pesan
sobre mi pecho y a ti duelen.
Son
campanarios, matinales tórtolas,
vinos
que el roble encama, los que ahora
me
dicen de tu vida. Es el Puerto Lucero
con
dioses corroídos por la entraña marina,
la
hortelana hoyatura del navazo,
el
estremecimiento de la arena del sur.
Pepe Caballero Bonald –escribe Aldecoa- impasible, sereno, sin perder ni un instante su apostura, sin descomponer su sosegado rostro aristocrático, amable y cortés, atento siempre a todo y a todos, es y está donde siempre, en la honestidad de la obra y la conducta, en la incansable lucha por la tersa escritura de cada día. Ha llevado su voz y su palabra por las universidades de América, ha seguido escribiendo, para bien de todos nosotros, poemas y novelas, versos y prosas. La escritura barroca de este caballero de los sures tiene detrás, no lo olvidemos, la cadencia de los ritmos de Cuba, la geométrica arquitectura del francés. Eso va por sus venas, es lo heredado. A lo que hay que añadir la profunda capacidad de ver y percibir, la educada sensibilidad del oído, la exquisita finura del tacto, el olfato y el gusto, el palpitar acompasado del corazón y la cabeza…[2]
Centrándonos en aquella primera novela, nos ha llamado la atención las dos voces como en zigzag entremezclándose en la narración: sujeto que cuenta, sujeto que piensa.
Cuando Perico salió, Miguel arrimó la silla a la mesa. Se quedó con la vista fija en un punto de la pared, dándole vueltas nerviosamente entre los dedos a un lápiz de doble mina. Después se quitó el reloj de la muñeca y lo dejó apoyado contra la escribanía. La escribanía era de cristal negro, y tenía dos tinteros con tapaderas doradas y dos pisos de muescas para las plumas. Tengo que hacer algo, de mañana no pasa. No comprendía por qué pensaba otra vez en Encarna y en Carmela, juntas y confundidas dentro de su propia náusea alcohólica, como si aquella tenaz e imprevisible referencia fuese también la única justificación de sus sórdidas renuncias de cada noche. Miguel se levantó y corrió el pestillo niquelado de la puerta, que no calzaba bien y había que forzarlo hacia arriba para que encajara en la hembra. Estoy cansado, todo el tiempo estoy cansado. Veo el cansancio del día siguiente frente a mis ojos, saltando en miles de materializadas virutas de ahogo, acometiéndome a cada paso que doy. Un agrio empellón de bilis se me agolpa en el pecho, trepando dolorosamente hacia la nuca a medida que cae la noche y se me cuartea el decrépito aguante de mi repugnancia. Miguel se dejó caer pesadamente en el sofá. Parecía que le habían cortado la respiración al pueblo: ya ni jadeaba. Se quitó cada zapato con ayuda del otro pie, forzando el talón repetidas veces. La estera amortiguó los golpes cuando cayeron al suelo. Llegaba de debajo del asiento un desapacible y enervante olor a guarnicionería y a relleno de crin. Miguel empezó a sentir sed, pero no se movió. Me pesan las sábanas con que me tapo, el lastre del vino viejo que no he digerido todavía, el membrete del papel de la agencia. Me están royendo el vientre las larvas del alcohol. A veces no puedo dormir, toda la cama es un repulsivo hervidero de mordientes y pegajosas burbujas, de blandos y movedizos amasijos que se me van adhiriendo a la piel como sanguijuelas. Siento debajo de mi cuerpo una masa amorfa y putrefacta que se descompone en diminutos bultos de culpa cada vez que intento escaparme de su contagio. Sonaba con un más acelerado ritmo el deprimente teclear de la máquina de escribir. Miguel se dio la vuelta hacia la pared. Veía el ajado cuero del espaldar formando una tupida redecilla que se iba ramificando como los hilos de una tela de araña. Es preciso hacer algo, tengo que agarrarme a un clavo ardiendo y hacer algo para salir de este hondón de mierda que me sigue empantanando en mi estúpida y miserable claudicación. Miguel cerró los ojos y se tapó la cara con un brazo sin cambiar de postura. Una mancha gris horadando el negro fondo de los párpados, haciéndose más azul a medida que desalojaba la tenebrosa oscuridad del contorno, hasta fundirse en una volátil y titilante ascua rojiza, envuelta después en una especie de vórtice que absorbía con un movimiento centrípeto los últimos rasgos negros, abriendo la visión a un invertirse en una nueva serie de coloreadas espirales. Llamaron tímidamente a la puerta. Miguel pareció no oírlo. Buscaba acomodo por los pliegues del sofá desfondado, intentando evitar sin conseguirlo las protuberancias de los muelles sueltos. Necesito vomitar de una vez el asqueroso cieno de mi memoria. A Miguel de le iba la cabeza[3]
Las referencias a la infancia de uno de los personajes, aparecen precisamente también en cursiva, destacando esa voz que narra y que recuerda, como una suerte de conciencia.
Cuando mi madre murió, me dejaron interno en el colegio. Había que acostumbrarse, yo ya era un hombre. El tío Felipe iba a verme una vez al mes y los sábados me mandaban con el cochero chocolate y jamón dulce y tortas de aceite. En el colegio nos pasábamos dos o tres horas diarias en la capilla. A mí me dolían las piernas de estar arrodillado, no podía rezar. Perico Montaña hizo la cuenta: seis salves, siete padrenuestros y cincuenta y dos avemarías diarias. Los jueves íbamos de excursión al Temple y pasábamos por delante de la finca que tuvo mi madre y que ya entonces estaba a cargo del tío Felipe. Venía con nosotros don Alejo, el profesor de ciencias naturales. Yo saltaba la cuneta para mirar al otro lado de la alambrada y se me metía por todo el cuerpo una sensación parecida a cuando me echaba a dormir en el almiar. Don Alejo me decía: “Este campo va a ser tuyo, Miguel; tienes que saber merecértelo, eso es lo que habría querido tu padre”. Yo casi ni me acordaba de mi padre. Lo veo por la parte del coto de la finca, al lado de Onofre, el casero, con las cananas de cartuchos, la escopeta en bandolera con el cañón para abajo. La tierra siempre olía lo mimo, olía a sudor de caballo y a humo de paja. Mi padre acertaba a una tórtola a medio kilómetro. En casa había dos escopetas negras y brillantes guardadas en unas fundas de becerro vuelto. Yo abría las fundas para mirar las escopetas, pero nunca las saqué de allí, las respetaba sin saber por qué. Mi madre le había dicho al hijo de Onofre que no quería que yo fuese a cazar. Don Alejo tenía el pelo gris, cortado casi al rape. Tiraba piedras de sobaquillo con la mano izquierda. A mí me parece que lo pasaba bien con él. Una vez entramos en la finca y comimos fruta debajo de un cañaveral y él me hablaba de los nombres de las plantas y de las clases de hojas que había y de cómo se llamaban las piedras. El hijo de Onofre sabía dónde estaban las madrigueras y los nidos de abubillas. A don Alejo, poco después, se lo llevaron a Vizcaya. Murió despeñado por un risco, mientras buscaba cuarzos entre unas cornisas de tierra floja. Yo me enteré al cabo del tiempo y entonces escondí mi caja de minerales en el armario del dormitorio. Ya no quería reunir. El colegio era grande y húmedo. Tenía tres patios de terrizo con naranjos y olmos y vallas medianeras y detrás quedaba el jardincillo con su estanque de rocas artificiales. A la derecha, a todo lo largo del patio, había una techumbre de Uralita para cuando estaba lloviendo. Allí jugábamos al balón y al chirimbolo y a la pelota vasca. A mí me gustaba más jugar a los bolindres y al sal que te vi, pero a eso no quería el prefecto, y yo me escapaba al jardincillo para cazar libélulas o me iba a la sacristía a pedir recortes de hostia y a esperar que tocara la campana para volver a clase. El sacristán era un lego socarrón y rollizo que, además de regalarnos obleas, nos tentaba para ver si habíamos engordado. Una mañana entró el director en el estudio y me dijo que me fuera un momento con él. Yo me fui con él. Siempre tenía miedo de que me dijera que había fumado en el retrete, que no rezaba en la capilla. El director me cogió de un brazo. Era un cura nervioso y barrigón, de dientes de caballo, que sudaba constantemente por el bigote. Siempre tenía granos en la cara y reñía con una perversa bondad. El director me apretaba el brazo sin decirme nada. Me llevó a la sala de visitas del piso bajo. En la sala estaba el tío Felipe, sentado de cara a la puerta. El tío era hermano de mi padre[4]
El escritor además, decide enmarcar los hechos y los recuerdos en una época concreta: la primavera de 1934.
Volví despacio al estudio. Pensé en meterme en el retrete a llorar, pero me dio pereza. Ya no podría ir más al campo de mi madre. Por primera vez noté una sensación parecida a la que deben sentir los que se quedan mudos de pronto. Aquella misma tarde, al salir de la capilla, me escapé. Se me ocurrió durante el rosario, como la cosa más natural del mundo, y ni siquiera se lo dije a Perico Montaña. La calle tenía una honda y quieta luminosidad y las acacias empezaban a florecer. Anduve sin prisas, olvidado de todo, pero con una inconsciente seguridad en lo que hacía. Debían ser cono las seis de la tarde. Si un rodeo por las callejas del Angostillo y salí al campo por la trocha del Albarrán. Era la primavera de 1934. En junio cumpliría catorce años[5]
Finalmente, desde la otra voz, se hace referencia al tiempo de posguerra “tiempo inane y caduco, carente del menor síntoma de esperanza”:
Miguel no contestó. Sentía un súbito ramalazo de rencorosa memoria zumbándole por dentro de la cabeza. Le pasaba con frecuencia, cuando menos lo esperaba había muchas cosas que le hacía daño recordar, no sabía bien por qué. La depresión se le presentaba como un morboso aguijón que no conseguía sacarse hasta que no encontraba la causa, que tampoco obedecía siempre a una realidad concreta. Era como si se le reavivase una dormida y gratuita irritación contra sí mismo y contra todo lo que le rodeaba. Miguel se sentía bastante más viejo de lo que era, como si ya hubiese terminado de vivir lo más sombrío y ahora tuviera que ir doblando penosamente los vericuetos de un tiempo inane y caduco, carente del menor síntoma de esperanza[6].